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nuevas ortodoxias

Un judío en la feria global de las identidades

Ante el aniversario de la Kristallnacht, inicio del proceso genocida de los nazis, el filósofo reflexiona a partir de su propia historia sobre el miedo europeo al otro y al inmigrante.

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Marca. El pasaporte rumano de la familia Abraham, con el que ingresaron a la Argentina en 1948. Figuran como luteranos: el “cupo” judío estaba lleno. | cedoc

En estos días se conmemoró el 80º aniversario de La Noche de los Cristales Rotos, en la que se quemaron 1.200 sinagogas en Berlín, se deportó a miles de judíos y se dio inicio material al proceso genocida que asesinó a la mitad de la población judía de Europa.

No sé si es por alguna conexión con esta fecha que recibo un folleto con la invitación al Festival Internacional de Cine Judío en la Argentina. Por mera coincidencia, el evento se superpone con una serie de actividades que organicé con el auspicio de la Secretaría de Cultura de la Nación, la Biblioteca Nacional, la Embajada de Rumania en la Argentina, el Seminario de Posgrado en Historia Conceptual de la Universidad de San Martín y la Universidad Tres de Febrero, para escuchar y dialogar con invitados de universidades de mi ciudad natal, Timisoara, Rumania.

De este modo, concreté este deseo de recibir a estos nuevos amigos en mi país, en mi hogar, después de haberlos conocido in situ tras recibir el doctorado Honoris Causa en una universidad de Timisoara.

Identidad. Todo comenzó hace un año y medio cuando fui invitado por la Universidad Protestante de Budapest y la Embajada Argentina en Hungría a disertar en un coloquio internacional sobre identidad.

Me presenté como judío, de nacionalidad rumana, el húngaro como lengua materna, educado en universidades francesas, y con mi hogar en la Argentina. Casi nadie entendió nada porque los académicos presentes, tanto croatas, rumanos, cubanos, españoles, húngaros y de otras nacionalidades, buscaban el origen de su identidad. Y se deslomaban por depurarlos de las escorias que la historia imprime en todos aquellos que creen en la leyenda de la pureza étnica. Yo era Frankenstein, una especie de puzzle identitario.

La excepción fue un profesor de la Universidad Oeste de Timisoara, especialista en minorías, Victor Neumann, que me invitó a mi ciudad natal, a 500 kilómetros de Budapest.

Soy judío, de nacionalidad rumana, el húngaro es mi lengua materna, fui educado en universidades francesas y mi hogar está en Argentina.

No fue una casualidad que en Budapest me presentara como judío, fue bien meditada mi presentación en un país negacionista que sepulta la responsabilidad de sus crímenes perpetrados contra la comunidad judía que mató a 400 mil de sus miembros, entre ancianos, niños, mujeres y hombres.

Con Viktor Orbán como presidente, los húngaros se sienten muy cómodos diciendo que han sido víctimas de los alemanes primero y de los rusos después, sin asumir complicidad, adhesión y participación real en el odio asesino.

Por milagro mis padres sobrevivieron en el Banato rumano, provincia del sudoeste de Rumania, no así mi familia paterna, los Abraham de Hida, pueblo de Transilvania de la región de Salaj, ni mi bisabuela materna en Novi Sad, en el Banato serbio, todos asesinados por una confluencia entre tropas nazis alemanas, húngaras y rumanas.  

Migrantes. Este año, en mi disertación en la universidad de Timisoara, volví sobre este tópico de presentarme como judío nacido en Rumania, en una ciudad en la que el número de judíos reconocidos como tales llega a la centena, cuando en la época de mis padres superaba los 20 mil.

Pero antes, nuevamente en Budapest en mayo de este año, en otro seminario, esta vez consagrado a las relaciones entre Hungría y países de habla hispana, cambié de orientación y diserté sobre la mutación cultural de nuestro país, Argentina, entre 1870 y 1920. Nuestro país recibió un aluvión inmigratorio sin precedentes en el mundo, conformó de un modo aceleradísimo el nuevo perfil de la población, modificó las costumbres y la lengua, y así se reconfiguró nuestra nación.

Las cifras astronómicas de los nuevos llegados entre fines del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, que llegaron a superar a los nativos en Buenos Aires y Rosario, contrastaban con la alarma del gobierno húngaro ante la ola inmigratoria que llega a 0,3%, uno cada trescientos habitantes, y que piensan detener con alambrados de púas en las fronteras.

Con Viktor Orbán como presidente, los húngaros se sienten muy cómodos diciendo que han sido víctimas de los alemanes primero y de los rusos después.

El 9 de noviembre último, en la universidad de Tres de Febrero, subrayé que desde el 1º de enero de 2016 a estos días, nuestro país ha recibido a medio millón de nuevos inmigrantes, la mayoría latinoamericanos, que tienen derecho a salud y educación gratuitos.

Durante el encuentro en esta última universidad me alcanzan el programa e invitan ante mi asombro a esta muestra de cine judío en la Argentina. No sabía que existía un cine “judío”. De inmediato les respondí que no puede haber un festival sobre un objeto inexistente. Me dicen que hay varios festivales de cine judío en el mundo, por ejemplo, en Seattle. En el folleto leo que hay películas danesas, checas, de Estados Unidos, israelíes, inglesas, belgas, cuya nacionalidad de origen se borra para darle lugar a esta nueva entidad.

Judíos. A la persona que con orgullo y convicción me invita a las exhibiciones, le pregunto si el cineasta Daniel Burman hace cine judío, si Woody Allen hace cine judío, si Spike Lee hace cine negro, si Abba Kiarostami hace cine chiita…¿Será por el tema? ¿Por sus directores? ¿Por la Metro, que con Goldwin y Mayer determinan que casi todo el cine del siglo XX sea judío?

¿La obra de Philip Roth y de Saul Bellow es un capítulo de la literatura judía escrita en inglés? ¿Las de Germán Rozenmacher y Alberto Gerchunoff a qué casillero pertenecen? ¿O el premio Nobel de Literatura Isaac Batchevis Singer por ser el único miembro del Instituto de las Artes y de las Letras de Estados Unidos que no escribe en inglés sino en idish será el rara avis de identidad judía literaria en la tierra de Walt Whitman? ¿Marc Chagall es un representante de una pintura llamada “judía”? ¿Albert Einstein y Freud de ciencias judías?

¿A qué viene tanto amor por el judaísmo de parte de tantas personas judías y no judías, que presentaron en el CCK el proyecto de ampliación de las instalaciones porteñas del Museo del Holocausto, que realizan festivales de cine judío, y que nos aman tanto de repente?

Apego. Después de los pogromos en época de Yrigoyen, de los atentados del movimiento nacionalista Tacuara bajo la prédica del cura Julio Meinvielle en los 60, y de la bomba en la AMIA en los 90, más la muerte de Nisman en el nuevo milenio, algo debe haber sucedido para el reinado de este nuevo apego.

Los rumanos conmemoran los cien años del Tratado de Trianon, que luego de la Primera Guerra Mundial, disuelto el Imperio Austro-Húngaro y por haber estado esta vez los rumanos del lado de los victoriosos, no como en la Segunda Guerra, incrementaron en un 30% el territorio nacional e incorporaron millones de nuevos habitantes entre húngaros, alemanes y judíos.

La comunidad judía en tiempos en que mis padres pasaron de la infancia a su joven adultez, entre 1920 y 1940, constaba de 800 mil miembros, hoy, con esfuerzo y soplando, no llegan a 5 mil.

Me atrevo a decir que esta Gran Rumania que hoy celebra la supuesta recuperación de territorios no dejó una muestra de gran civilidad entre su nazismo, su fascismo y el nacionalcomunismo de Nicolae Ceausescu.

Por la presión de las grandes potencias victoriosas el gobierno rumano les otorgó formalmente a los judíos en la inmediata posguerra derechos de ciudadanía. Años después, en 1937, los despojaron de la identidad rumana y luego, desde 1941, los mataron.

Cioran. De ahí que la presencia de los invitados rumanos como Victor Neumann era importante para presentar su trabajo en pos de hablar de lo que no se habla, o para dudar por la proliferación de tantos homenajes con cierto sesgo oportunista. La excepción fue el coloquio que hicimos en la Biblioteca Nacional sobre el filósofo rumano que escribió en francés, Emil Cioran. Allí reinó el silencio. Disertantes de Colombia, Brasil y Argentina, junto a mi amigo Ciprian Valcan, hablaron dos horas y media sobre el filósofo rumano sin mencionar siquiera una vez sus libros de apoyo a Hitler ni su adhesión a la banda asesina Guardia de Hierro que se especializaba en “cazar” judíos.

Son lectores que protegen con su propio silencio el silencio del filósofo respecto de sus aficiones juveniles y no tan juveniles. Gente de buena voluntad me recomendó leer un texto del filósofo como muestra de su arrepentimiento respecto de su pretérito odio a los judíos. Se titula “Un pueblo de solitarios”, y le salió mal, muy mal. Es una seguidilla de cursilerías sobre las enormes virtudes de los judíos en las que emplea los lugares comunes del antisemitismo invertidos en la forma de elogios. Que saben ganar dinero y que son a la vez sabios, que son el pueblo elegido y lo merecen, etc. Como si nos autorizara a volver a usar la estrella amarilla con la que los nazis nos identificaban, pero esta vez fosforescente.

Con razón Susan Sontag, que leía con interés al filósofo rumano, dijo que era su peor texto. Pero no tengo nada personal contra Emil, por el contrario. En el coloquio me enteré de que idealizaba la Patagonia y que le encantaba el tango. Y que además se enamoró hasta el tuétano de una admiradora alemana a la que doblaba en edad, con la que tuvo una desdichada relación. Un corazón frágil.

Oficié como maestro de ceremonias y presentador, dejando que Valcan organizara el encuentro sobre Cioran, sabiendo que lo detesto sin dejar de compadecerlo –el filósofo no es responsable de que me aburra con su monótono nihilismo– y yo a mi vez respetaba el interés de mi amigo, porque lo considero un buen lector y una persona noble con la cual disiento amistosamente.  

Con Ciprian Valcan nos reímos de las exageraciones y de las barbaridades que podemos esgrimir para defender nuestras preferencias; la diferencia que nos separa con el nombre de Cioran estaba incluida en nuestro compartido humor.

¿Cine judío? ¿El Holocausto como producto de marketing? ¿Una oportunidad para mostrar credenciales de buena conducta ante los poderes de la Unión Europea? ¿La feria global de las identidades? ¿El lobbismo de las nuevas ortodoxias?

En varios países de Europa central, los cristales siguen rotos.

*Escritor y filósofo. Profesor emérito de la UBA.