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El nunca más de la corrupción

Necesitamos una mayor transparencia. La realidad muestra que aquellos países con mejor calidad de vida son aquellos donde hay menos prácticas corruptas.

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Historia. El Nunca Más significó un paso adelante para entender los ciclos represivos de nuestra historia. El Presidente comenzó su gestión hablando de Raúl Alfonsín y llamando a los consensos de toda la sociedad. | cedoc / cuarterolo

Partamos de una afirmación en la que no dudo que una enorme mayoría de los argentinos estamos de acuerdo: en la Argentina no existe la lucha contra la corrupción. A lo sumo, lo que vemos es que oficialismo y oposición, en un juego de espejos, utilizan el aparato judicial para perjudicarse mutuamente con denuncias que, finalmente, no llegan a nada y solo sirven para reforzar la impunidad imperante.

Pero nada de enfrentar resueltamente un fenómeno que, para decirlo con palabras del papa Francisco “es una de las heridas más lacerantes del tejido social, porque lo perjudica gravemente tanto desde un punto de vista ético como económico: con la ilusión de ganancias rápidas y fáciles en realidad empobrece a todos, menoscabando la confianza, la transparencia y la fiabilidad de todo el sistema”.

Está claro que no se trata de un fenómeno de aparición reciente.

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Todo lo contrario. Corruptos hubo siempre. Y hay en todos lados. Pero hace cuatro décadas comenzó a crecer entre nosotros la corrupción estructural, la que se instala más allá de las personas, en los procesos y los sistemas. Por aquellos días, al ver cómo crecían la corrupción y el narcotráfico en el marco del proceso de decadencia moral que vivíamos, denominé a ambos delitos: “Los Dos Jinetes del Apocalipsis”. Y también advertí que, si no tomábamos medidas urgentes, el Estado argentino se convertiría en un ámbito de ilicitud. En el tiempo transcurrido, el desinterés y la negación de las dirigencias hicieron su trabajo y se generó el terreno fértil para el crecimiento exponencial de esos fenómenos.

Los dos jinetes galoparon sin obstáculos hasta lograr integrarse a la vida cotidiana de los argentinos y regir gran parte de ella con su accionar delictivo. Hoy, su poder es capaz de condicionar la labor de los tres poderes del Estado y el dinero que mueven supera los presupuestos de varias provincias argentinas.

Así las cosas, daría la impresión de que la situación no da para más.

Sarlo. Hace unos días la escritora Beatriz Sarlo tituló su columna del diario PERFIL: “Nunca más”. Allí trazó un paralelo entre el juicio a las Juntas Militares –que clausuró la posibilidad de que procesos dictatoriales similares azotaran nuestro país y consolidó el proceso democrático hacia el futuro– y un necesario Nunca más de la corrupción que conlleve el mismo efecto.

Un Nunca más de la corrupción implica una nueva institucionalidad que tenga, entre sus principales objetivos, acabar definitivamente con la corrupción estructural en el Estado. Es una tarea imprescindible que debe asumirse con el más absoluto respeto a las leyes y normativas imperantes. Subrayo esto porque en los últimos tiempos han aparecido personajes autoritarios que prometen acabar con la corrupción y el desorden salteándose los mecanismos institucionales. Los que tenemos algunos años ya sabemos cómo terminan esas experiencias. Los más jóvenes pueden verlas en acción en algunos países de la región y de Europa.

Con el caso de corrupción estructural en las instituciones públicas ocurre como la metáfora de Abel Posse que leí hace un tiempo en una nota de su autoría: es el “rinoceronte en el jardín”. Todos sabemos que el animal está allí, amenazante, hablamos de él, lo criticamos en duros términos porque nos impide salir, pero no lo enfrentamos. Preferimos negarlo, hacer como que no existe.

El propio Posse señala con agudeza –en el prólogo a un libro de mi autoría de próxima aparición acerca del Poder Moral– que “quienes relativizan el deber de moralidad en realidad relativizan el delito consecuente. La corrupción crece con esa tolerancia, que a veces se transforma hasta en admiración de la nacional viveza (que no es más que una hija bastarda de la inteligencia). Por momentos, al informarnos de algún delito, los argentinos no lo sentimos como algo “vinculante”, nos parece anormal, pero no inmoral. La caída de valores en la modernidad de Occidente se agudiza en su periferia cultural a la que pertenecemos”.

Rearme Moral. En ese texto Posse recuerda que el llamado “milagro alemán” de la posguerra se fundó en el “rearme moral”. “Ese fue el centro de la reconstrucción y hasta del “milagro alemán” afirmado en solo una década de esfuerzo nacional” sostiene.

Hoy la Argentina atraviesa nuevamente una crisis de gran magnitud en el terreno social, con una economía en recesión y niveles de pobreza e indigencia alarmantes.

El clima político está reglado por los enfrentamientos y peleas que impiden desde hace décadas el diálogo necesario para encaminar el país. Las instituciones democráticas están debilitadas y la sociedad descree de los gobernantes, los legisladores y la Justicia. A todo esto la pandemia ha venido a añadir daños que profundizan la crisis y con su impacto en todos los órdenes nos obliga a pensar en una nueva “normalidad”. Se aceleran los cambios en las modalidades laborales, productivas, de relacionamiento, educativas, etc. Es, entonces, buen momento para proponernos una nueva institucionalidad.

A mi juicio, hay dos cuestiones centrales de esa nueva institucionalidad que debe regirnos durante las próximas décadas:

La primera, instaurar los gobiernos de coalición. Ya hemos visto hasta el cansancio que los gobiernos de un solo color político, así como los liderazgos personalistas, son incapaces de resolver los problemas del país. Solo la necedad en este sentido nos ha llevado a tropezar continuamente con la misma piedra.

La segunda, acabar con la corrupción estructural en el Estado y establecer una normativa que garantice la más absoluta transparencia de las actividades de las instituciones públicas.

Por poner un solo ejemplo, si queremos acabar con la corrupción es absolutamente impensable mantener un régimen legal que permite que el Gobierno sea quien controle la legalidad de sus propios actos.

El Nunca más que ha planteado Beatriz Sarlo ha tenido abundantes antecedentes, entre otros, la labor de personalidades e instituciones que redactaron y promovieron el documento “Hacia un acuerdo social anticorrupción” proponiendo que lo firmaran los candidatos en las últimas elecciones. No tuvieron éxito, desde ya. Sin embargo, esas propuestas pueden ser la base de una nueva normativa necesaria para la lucha que debemos emprender.

El interés central que me mueve no es, en manera alguna, actuar sobre el pasado. Como siempre digo, del pasado deben ocuparse los historiadores, los periodistas y la Justicia.

Los despachos judiciales están abarrotados de causas por corrupción y debe ser la Justicia –una Justicia reformada, seguramente, para cumplir con sus funciones en tiempo y forma– quien se encargue de darles buen curso para acabar con la impunidad. Eso, por lo demás, ayudaría a mejorar la imagen tan deteriorada de jueces y fiscales.

Nuestra labor debe concentrarse en promover una legislación que garantice, de aquí en más, la total transparencia en el accionar estatal. Una legislación que en principio evite que se produzcan hechos de corrupción. Y que, en el caso de que ocurrieran, los castigue rápida y duramente.

Estoy seguro, además, de que el presidente Fernández apoyará esta iniciativa con entusiasmo.

Ni qué hablar de la ciudadanía, que cada vez que se le da oportunidad, deja en claro que está harta de corrupciones y corruptos.

Consensos y lucha contra la corrupción son, pues, las herramientas imprescindibles que podrán sacarnos de la profunda crisis que, apenas salgamos de la pandemia, nos mostrará su rostro mucho más cruel.

La construcción de una nueva institucionalidad, basada en estos dos principios, es una tarea que debemos emprender ya, juntamente con un proceso educativo y de rearme moral de verdadera magnitud. Por un lado, porque ninguna sociedad puede subsistir sin fuertes valores morales que terminen con la indiferencia, la relativización, la permisividad que hoy dominan nuestras conductas.

Y por otro, porque la realidad nos muestra que los países con mejor calidad de vida son aquellos con menores índices de corrupción.

Y eso no es casualidad. Es el fruto de una voluntad y de una decisión que la Argentina debe asumir como imprescindible, para enfrentar con éxito los días que vendrán.

 

*Ex presidente de la Nación.