DOMINGO
LIBRO

Golpe en el altiplano

Evo y los militares, una historia que terminó mal.

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Momentos. El ex presidente siempre apostó un vínculo estrecho con los uniformados. La primera decisión de su sucesora fue destituir al Alto Mando que forzó la renuncia de Evo. | cedoc

El acto reunía a las fuerzas vivas del pueblo: los colegiales con sus uniformes azul y blanco y un par de alumnas con los zapatos de taco que habían estrenado en algún casamiento; las maestras que retaban a los alumnos charlatanes; militares y policías; los masistas que le decían al Presidente, en banderas: “Gracias por devolvernos la dignidad” y le ofrecían cartas, guirnaldas, frutas, pescado, sombreros, flores, fotos y hasta documentos. En el palco, militares y policías enviaban mensajes de texto hacia destinos inciertos; un ministro se quedó dormido y otro caminaba para no imitarlo.

Se habían despertado a las cuatro y media de la mañana y el calor del mediodía los tenía planchados. Un custodio, identificado con la inscripción “Police” en su remera marrón, lucía un chaleco antibalas; limpió el vaso del Presidente con una gasa y después lo llenó de agua.

“Este es un acto cívico”, inició el locutor. A Evo no le gusta esa definición: él liga lo cívico a sentimientos localistas. Desde la primera frase y hasta su cierre, el acto destiló formalidad en un país donde la informalidad es un rasgo característico de la política.

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Pero en los actos oficiales, como el de Villamontes, se canta el Himno Nacional y cada orador saluda a las personas importantes del palco; hay un locutor oficial, un músico oficial, un programa oficial y un sentido oficial.

Las audiencias no comulgan con esas formas. Muchas veces, los equipos fallan, la electricidad se corta, los horarios no se cumplen y hasta la vestimenta puede desentonar: en Villamontes, el Presidente llevaba una camisa de manga corta, un jean gastado con el bolsillo descosido en la nalga, y zapatillas azules.

Evo habló de la Guerra del Chaco (1932-1935) que enfrentó a Bolivia y Paraguay. Recordó a los 52 mil muertos de Bolivia, entre los que estaba su tío Luis Morales. En buena parte de las familias del Occidente del país existe un muerto de aquella contienda que despertó conciencia nacional. Pero como los discursos de Morales son multitemáticos, también elogió a los héroes presentes, que se protegían del sol bajo una carpa; dijo que todos los funcionarios públicos deberán aprender guaraní, quechua o aymara; a los niños, les prometió computadoras en los colegios.

El acto pretendía homenajear a las Fuerzas Armadas. El Presidente contó que cuando llegó al Palacio Quemado temía a los edecanes. “Ahora ya tengo confianza: gracias a las Fuerzas Armadas por su participación en la nacionalización de los hidrocarburos.”

Cerró con un grito:

¡Que vivan las Fuerzas Armadas!

 

El 1° de mayo de ese año, cuando anunció el decreto de nacionalización de los hidrocarburos, el Presidente dispuso que las Fuerzas Armadas ocuparan los pozos de petróleo y las plantas de las empresas extranjeras que operan en Bolivia. Quería que se sintieran parte del proceso y que empezaran a internalizar a un nuevo enemigo: las trasnacionales.

 

Evo se pone más solemne, cambia el tono de su voz y estructura un discurso con frases que también suele decir en sus arengas públicas.

—Ayer presidiste un acto militar y un homenaje a Guevara, quien peleó contra el ejército de Bolivia. ¿Cómo vas a hacer para que en tu gobierno convivan las Fuerzas Armadas y el guevarismo?

—Hay guevaristas en las Fuerzas Armadas. En aquellos tiempos los militares no podían entender al guevarismo. Ahora las Fuerzas Armadas están apoyando este proceso democrático de transformaciones profundas. El Che vino, pues, a buscar cambios y cuando enfrente estuvo el ejército lo combatió. No había una buena orientación política e ideológica en muchos sectores de la izquierda boliviana, incluso el movimiento campesino lo traicionó. De esos tiempos a los de ahora la única diferencia sería la lucha armada. Nosotros estamos apostando también por la liberación de los pueblos, pero en democracia y pacíficamente.

 

En una reunión con el alto mando, un oficial le preguntó si en caso de ganar aceptaría las jerarquías de las Fuerzas Armadas. El candidato contestó que las aprendió durante el servicio militar, aunque se equivocaba al decirle a todos “Sí, mi comandante”. También les anunció que si llegaba a la Presidencia ellos –los jefes militares– deberían obedecerle.

 

Nadie esperaba el nombramiento de Juan Ramón Quintana como ministro de la Presidencia porque acababa de aterrizar en el entorno de Morales.

Después de la posesión del Gabinete siguió la búsqueda de los setecientos cargos jerárquicos y del resto de los funcionarios. Para completar el mapa, García Linera se paseaba con una enorme planilla. El Presidente reclamaba candidatos y decidía cargos jerárquicos y menores. Las filtraciones de los nombramientos se hicieron una costumbre: cada vez que publicaba en la prensa, lo suspendía y pedía saber cómo había sucedido.

En el Palacio se presentaban militantes o dirigentes que aseguraban portar mandatos para asumir cargos. “La asamblea de mi sindicato me ha elegido para…”, se convirtió en frase repetida. Prenunciaba algo que se acentuaría en los siguientes meses: la busca de pegas, como se les llama en Bolivia a los cargos. Los pedidos llegaban también en forma de cartas al Presidente. En tres carillas, una vieja militante del MAS le pedía que designara a su yerno como cónsul en la India, pero aclaraba que podía trabajar como jardinero de la residencia de San Jorge.

Quintana, ex capitán del ejército, sociólogo y especialista en temas de seguridad y defensa, se convirtió en un puente con las Fuerzas Armadas. Morales quería desmontar allí su criminalización como narco-cocalero y le interesaba saber qué lugar ocuparían en el tablero del país. Cuando Quintana le sugirió saltear un par de promociones para designar al nuevo alto mando, Morales desconfió: pensó que su ministro pretendía ubicar a oficiales de su simpatía. Luego se entusiasmó con la idea de imponer el principio de autoridad en esa primera etapa.

Creía que podía instalar en las Fuerzas Armadas el reclamo de restitución de la soberanía nacional. Quedaron fuera 24 generales: según Quintana, la mayor depuración desde 1952.

Para García Linera, el día de la designación del Alto Mando –48 horas después de la asunción– fue el momento más difícil de los primeros 18 meses de gestión.

“Algunos de los destituidos se encuentran en el segundo piso”, le informaron al Presidente ese 24 de enero. No sabía con precisión qué pasaba en la Policía y en el Ejército. Los ministros propusieron un diálogo con los rebeldes. Morales contestó que su autoridad no se negociaba en términos militares. Pidió un plan de contingencia al jefe de la policía y le preguntó si contaba con gases lacrimógenos. Se negó a cambiar de lugar el acto de posesión. Cuando bajaba del tercer piso al hall central con García Linera se trabó el ascensor. No era una trampa de los rebeldes. Durante la jura la esposa y la hija de un general destituido le gritaron que se estaba cometiendo una injusticia. “Dijimos –recordó en su discurso– que vamos a respetar la institucionalidad y estamos respetando. Lamento mucho que algunos generales hayan sido observados por el gobierno saliente. No están castigados, tienen que someterse a investigación.”

 

La nacionalización de los hidrocarburos –principal promesa de campaña del MAS– contaba con gran consenso social. Desde la asunción, el Presidente y un grupo reducido, en el que estaba Soliz, trabajaron en los 22 borradores del decreto nacionalizador hasta llegar al definitivo. Evo les encomendó la más absoluta reserva e incluso se cuidó de no informarlo a algunas personas de su círculo íntimo.

Atento a los símbolos, pidió al equipo que consiguiera dar vuelta un número: como las empresas dejaban al país el 18% de su producción en impuestos y regalías y se quedaban con el 82%, el decreto debería obligarlas a que pagaran hasta el 82% y se llevaran el 18%. “Tienen que ganar un poco”, les aclaró. Soliz Rada creía que si el gobierno no nacionalizaba en tiempo razonable y con contenidos mínimos, las movilizaciones continuarían con tal fuerza que podrían tumbarlo.

Durante semanas el equipo discutió cómo asegurarse que el decreto se leyera como una nacionalización, aunque no lo fuera en un sentido clásico: no habría expropiación, ni expulsión de empresas. En el debate sobre dónde escenificar la medida, Soliz Rada propuso un gran acto en El Alto porque allí había empezado la Guerra del Gas contra Sánchez de Lozada. Walter Chávez, influyente asesor presidencial, sugirió el megacampo de San Alberto donde opera Petrobras y presentó el plan, ejecutado con participación militar.

El comando funcionó en la vicepresidencia. Allí, los oficiales vestidos de fajina desplegaban sus mapas y se entusiasmaban hablando del teatro de operaciones. Las Fuerzas Armadas recuperaron así una tradición nacionalista por años olvidada. También se volvían protagonistas en un drama que, en el contexto de disputas regionales, veían como factor de integración y unidad nacional.

 

Para el desfile militar del 7 de agosto, Morales dispuso una puesta en escena que reafirmara la conjunción de Fuerzas Armadas e indígenas en Santa Cruz. Ambos desfilaron juntos. A la cabeza de los indígenas marcharon los ponchos rojos, una milicia aymara con base territorial en el Occidente boliviano. Algunas voces de la elite calificaron el desfile como paraestatal y terrorista. Las palabras más duras llegaron del comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Wilfredo Vargas. Dijo que el país estaba amenazado por “abominables enemigos” que ponían en riesgo “la seguridad, integridad y dignidad nacionales”. Hablaba, sin nombrarla, de la elite cruceña.

Como en el caso del presidente ecuatoriano Rafael Correa  –quien en octubre de 2010 acusó a la policía de intentar derrocarlo con un motín–, Morales ha tenido dificultades para controlar a esa fuerza de seguridad, en particular durante los conflictos en la calle. Por esa razón ha acentuado su alianza con el ejército y tiene un incipiente proyecto de reforma policial.

A partir del 4 de mayo de 2008, los departamentos del Oriente llamaron a votar una serie de consultas ciudadanas sobre la naturaleza y el valor de sus estatutos autonómicos. Con estas convocatorias, las dirigencias regionales aspiraban a acelerar las autonomías departamentales. De legalidad y aplicabilidad discutidas, los estatutos querían producir un doble efecto político: reafirmar territorialmente el proyecto regional y presionar al gobierno nacional. En Santa Cruz –el más extenso, rico y poblado de los departamentos del Oriente–, la afirmativa a favor de los estatutos recibió un 85% de apoyo.

La noche de la votación, cuando ya miles de cruceños bocinaban desplegando sus banderas verdes y blancas en Santa Cruz de la Sierra, la capital departamental, Morales se enfureció ante las cámaras. Subrayó la abstención del 39% y proclamó la ilegalidad del comicio. La forma de comunicarse delataba su debilidad en el Oriente, pero también su decisión de enfrentar a la dirigencia cívica. En las semanas siguientes, los departamentos de Beni, Pando y Tarija llevaron a cabo sus plebiscitos autonómicos. Los niveles de apoyo resultaron similares al de Santa Cruz. Nacía el partido de la Medialuna, llamada así por la figura que la unión de esos departamentos dibuja en el mapa de Bolivia.

Fue la única oposición al primer gobierno de Morales que ganó perfil y relevancia propios. El reclamo de autonomía, sostenido en una alianza transversal a la entera sociedad, traccionaba una fuerte identidad regional. No sin contradicciones, esa identidad buscaba construirse en mimesis –a veces poco consciente– del Occidente andino. También intentaba maquillar el  pánico mayor para las elites regionales: la pérdida del control de la explotación de los recursos naturales y la propiedad de la tierra.

“Autonomía ya”, un slogan predominante, reflejaba también su propio drama: la incapacidad de proyectarse a nivel nacional.

 

La muerte de Chávez no le hizo revisar a Morales su proyecto de reelección en marcha. En algún acto, al referirse a su integridad física y a los achaques de su cuerpo por el estilo de vida, aseguró que debería ir al médico con mayor frecuencia.

La personalización del proceso en Evo Morales pareció inevitable en un principio. Pero transcurrido un tiempo de ejercicio de la Presidencia, la necesaria despersonalización no ha ocurrido aún. Sus principales asesores muchas veces han optado por no plantear esa controversia en el Palacio.

El principal drama de Morales no se encuentra en la oposición, sino en las entrañas de su proyecto político: la imposibilidad –o la decisión– de haber optado por una sucesión que no lo incluyera. Para las presidenciales de 2014 existían excelentes condiciones para ello. Con el boom económico, los buenos indicadores sociales, la popularidad del Presidente y la oposición inofensiva pudo haber inventado ese candidato o candidata, como hizo Luiz Inácio Lula da Silva con su sucesora Dilma Rousseff.

Como contrapartida, la oposición ha heredado las consecuencias del fin de la “democracia pactada” que entre 1985 y 2002 organizó la política boliviana, y le ha agregado sus propias limitaciones. Los líderes de los partidos más visceralmente antievistas –el derechista Podemos en 2005 y Nueva Fuerza en 2009– han abandonado el país o la política. Los opositores actuales, en cambio, prefieren presentarse como mejores administradores de lo existente, porque los trazos gruesos de la administración gozan de consenso social: la victoria cultural de Morales es que quienes planteen una revisión integral de su gobierno cuentan con limitadas chances de éxito.

Al inicio de la campaña electoral para la presidencial del 12 de octubre de 2014, el ex aliado gubernamental Juan del Granado, del Movimiento Sin Miedo, el empresario cementero Samuel Doria Medina, de Unidad Nacional, y el ahora sosegado líder cruceño Rubén Costas, carecían de una nueva agenda y la posibilidad de una candidatura única parecía lejana. Algunos están limitados regionalmente: Del Granado a La Paz, Costas a Santa Cruz y el Oriente. Doria Medina no consigue atraer demasiada atención nacional, pese a llevar una década invirtiendo en su proyecto presidencial.

Durante años circuló entre distintos grupos opositores la idea de que la única manera de ganarle una elección a Morales sería con un candidato indígena: se tradujo en el slogan “indio saca a indio”. A principios de junio, con opositores y ex oficialistas, el Partido Verde de Bolivia lanzó como candidato al dirigente del Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro-Sécure (Tipnis), Fernando Vargas. Es el primer intento de traducir electoralmente las fisuras que el caso ha provocado entre la base social del evismo.

 

Datos sobre el autor

Martín Sivak estudió Sociología en la Universidad de Buenos Aires y siguió estudios de doctorado en Historia de América Latina en la Universidad de Nueva York.

Periodista desde los 18 años, ha escrito en diarios y revistas de la Argentina y América, y participado en ciclos de radio y televisión.

Escribió varios libros entre los que se destacan Clarín, el gran diario argentino. Una historia y Clarín. La era Magnetto y El Salto de Papá.