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Osvaldo Bossi: "No me gustan los poemas falsamente llamados perfectos, lavados con lavandina"

El autor y tallerista acaba de publicar su obra reunida. "No terminé la escuela secundaria y fueron los poetas, los libros de poesía, los que me formaron", afirma. Desafíos de la escritura y apuesta por el futuro.

Osvaldo Bossi
Osvaldo Bossi acaba de publicar Única voz del mundo (Caleta Olivia), libro que reúne toda su obra poética. | Juan Pablo Hidalgo

Las obras reunidas pueden despertar un sentimiento ambiguo: para algunos escritores, representan una suerte de coronación anticipada, un cierre de algo que todavía no terminó. Para otros, en cambio, se vive como un punto seguido, una excusa para agrupar el pasado y mirar para adelante. Este último caso parece ser el de Osvaldo Bossi (Buenos Aires, 1960), quien acaba de publicar Única luz del mundo con el sello Caleta Olivia y en donde reúne 31 años de trabajo. El título del libro, explica el propio autor, surge de una serie de versos del poeta español Luis Cernuda. 

A la hora de pensar la producción de los jóvenes poetas, el nombre de Bossi aparece como uno de los grandes formadores e influyentes: tallerista desde hace ya varios años, muchas de las voces más destacadas de la nueva escena circularon por sus distintos espacios de trabajo. Ese contacto directo con quienes dan sus primeros pasos en la literatura, despierta en el autor un entusiasmo que lo mantiene activo y siempre en constante en búsqueda, algo que también se puede ver en su obra reunida: la utilización de distintos recursos a la hora de encarar un poema a lo largo de los años. Al respecto, señala a PERFIL: "Es cierto que no todo lo que se escribe ahora me gusta, pero tengo un oído curioso y atento. Un oído enamorado de la tradición, pero también de lo que vendrá. En mis talleres y en los ciclos de poesía que coordino ese cruce es constante. No podría imaginarme la vida sin esos bailes, esos choques poéticos y esos revolcones. Me aburre lo ordenadito".

En Única luz del mundo, libro que abarca los poemas publicados por Bossi desde 1988 hasta este año, el lector puede encontrar una poesía que se centra en el deseo, en la incomodidad que produce ese sentimiento inevitable de todo humano. Sin ir más lejos, en el primer poema, en donde se reescribe la historia entre el Coyote y el Correcaminos -los tradicionales dibujos animados de persecución y violencia-, ya se puede leer: "Solo lo veo un instante/ y esa ráfaga me basta/ para alimentar el deseo/ -la desesperación del deseo". En esa dirección: la presencia del amor y el sexo -que no siempre van de la mano- entre hombres, esa pasión de lo que muchas veces estuvo prohibida o silenciada, oculta bajo un velo, es uno de los grandes temas de su obra.

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"Pensé: a lo largo de todos estos años me pasaron infinidad de cosas. Amores, enfermedades, falta de trabajo y abundancia de trabajo, inseguridades, desiertos. Pero siempre la literatura, la poesía, estuvo ahí"

"La ansiedad, los celos y la penuria de los vínculos son objeto de goce poético", señala el también poeta Carlos Battilana en la contratapa del libro, haciendo referencia a los distintos enfoques que puede tener la pasión en la escritura de Bossi. Algo similar va a plantear Paula Jiménez España en el prólogo de Única luz del mundo, escrito en forma de carta pública al autor: "Hiciste del homoerotismo un tópico que no se peleaba con los permisos, las censuras y las sanciones sociales, sino que se concentraba en sí mismo, encarnado en cuerpos gozosos". Después de todo, no hay mayor provocación que vivir la vida de manera personal, fiel a las propias convicciones, más allá de la mirada ajena. Al respecto, Bossi plantea en diálogo con este medio: "Todo lo que escribo este atravesado por el deseo de cambiar, en algo, este mundo. No haciendo panfletos, sino indagando en mis propias contradicciones". 

— ¿Qué sensaciones te produce el ver toda tu obra reunida?
— Al principio, alegría. Una alegría tonta, relacionada con la parte física del libro. Había salido hermoso: la tapa, el tipo de papel, la tipografía, los colores, el peso (ligero como una pluma, pese a las casi 600 páginas que lo componen) y, en fin, por todo ese brillo que irradiaba gracias al trabajo cuidadoso de Pablo Gabo Moreno, su editor. Después empezó lo otro, lo que tenía que ver conmigo, con mi trabajo con los poemas; con la importancia que la poesía –la escritura y la lectura de poemas-- tuvo siempre para mí. Pensé: a lo largo de todos estos años me pasaron infinidad de cosas. Amores, enfermedades, falta de trabajo y abundancia de trabajo, inseguridades, desiertos. Pero siempre la literatura, la poesía, estuvo ahí. Siempre tuve un lugar a donde volver. Desde la adolescencia, la poesía estuvo ahí, como un salvo conducto, un ábrete sésamo. Sin ella, la realidad, siempre un poco hostil, me hubiera desbordado. Gracias a ella, pude construir un puente más o menos tambaleante pero firme, entre la realidad y mi deseo. Un puente que me permitía salir de mí para encontrarme con los otros, y que me permitía regresar. Y ese puente, ahora, se aparece ante mis ojos en forma de libro. Un libro que es todos los libros que escribí, y todos los poemas. O mejor dicho, casi todos los poemas, ya que, afortunadamente sigo escribiendo.

Osvaldo Bossi

— A lo largo del libro se puede apreciar un pasaje de una poesía breve a formas más extensas. ¿Por qué creés que se dio eso?
— No lo sé. Supongo que un libro lleva a otro libro, y que cada poema contiene, entre líneas, aquello que lo continuará o negará. Igual, si te fijás bien, no son poemas breves. Son largos poemas divididos en fragmentos, en series. Los poemas que el Coyote le escribió al Correcaminos, por ejemplo, son pequeñas unidades, destellos de un mismo deseo que vuelve, entre una página y otra, en forma de poema. Sin saberlo, era un poeta muy moderno, ya que entendía que la completud, la unidad, era algo imposible. Así que merodeaba su centro, lo rodeaba, y dejaba que el lector, en última instancia, completara el relato. Y todo siguió así hasta que un día apareció El muchacho de los helados. Aunque tampoco, ya que ahí sigo trabajando con los fragmentos. Creo que ese cambio, del poema breve al poema largo del que hablás, se dió después, con el librito Esto no puede seguir así. Poemas que cuentan, de un tirón, una historia de amor o un instante de amor, con toda su luz y toda su agonía.Y siguió después con Chicos malos y luego se interrumpió, Vuelvo a los poemas breves, o no tan largos, con el libro inédito que cierra la edición de este libro, Los 31 poemas a Robin. Poemas que, por otra parte, ya había esbozado de alguna manera en mi primer libro, llamándolos Batipoemas. Como verás, es un camino circular, previsible e imprevisible al mismo tiempo.

— En el primer poema de Única luz del mundo se puede leer "La desesperación del deseo", un tema que te acompaña hasta hoy. ¿Qué significa para vos el deseo?
— La desesperación del deseo, es algo que dice mi querido Coyote a su presa inalcanzable, el Correcaminos. Tenés razón al señalarlo. Si no me equivoco, todo lo que fui escribiendo después ya estaba ahí, como un motivo, una clave a desentrañar. Acaso todos los poemas que escribí sean los poemas de amor que el Coyote le escribió al Correcaminos, no sé…Ahora que lo pienso, no hubiera estado nada mal ese título para mi poesía reunida. Aunque bueno, preferí apoyarme en algo mejor. Un verso, un radiante verso de toda esa belleza que es la poesía de Luis Cernuda para mí. El amor, como única luz del mundo. El deseo, si querés, como el reverso de esa luz y su centro. Pero no cualquier deseo, Deseo de poesía, deseo de amor.

Un libro que es todos los libros que escribí, y todos los poemas. O mejor dicho, casi todos los poemas, ya que, afortunadamente sigo escribiendo

—  A lo largo de los 31 años de trabajo que emprende el libro, se te puede ver como un poeta prolífico. ¿Atravesaste en algún momento largos momentos sin escribir?
— Claro, muchos períodos sin escribir, o escribiendo de otra manera; escribiendo sin darme cuenta, quizás. Luego, aparecen los poemas, los libros enteros algunas veces, como si alguien, algo me los dictara. Luego, el delicado trabajo de reescribir o acomodar cada una de las partes. Digo delicado, porque si se me va la mano en la corrección, el poema probablemente se muera. Como si el poema fuera un organismo vivo, que contiene en sí mismo sus propias leyes. El poeta, en todo caso, tiene que escuchar atentamente hasta encontrar eso que une, de manera invisible, cada una de las partes. Un trabajo de adentro hacia afuera y nunca al revés. Con el tiempo, aprendí a ser menos obsesivo y aceptar que el poema, como organismo vivo que es, contenga un poco de microbios, un poco de mugre. No me gustan los poemas falsamente llamados perfectos, lavados con lavandina… Pero volviendo al tema de la sequía y la prodigalidad. No tengo miedo a equivocarme, así que si aparece un poema malo lo deshecho y cuando puedo escribo otro. No fuerzo la escritura. No me desangro frente a la página en blanco, Me olvido y al otro día, como si nada, empiezo de nuevo.

— Al final de Única luz del mundo señalás que los poemas "parecen autobiográficos, y tal vez lo sean, pero a mí me gusta pensar que son el registro de algo que nunca sucedió". ¿Qué vínculo ves entre la ficción y la poesía?
— En primer lugar, no creo en la expresión directa. Creo que la poesía es un rodeo, un merodeo que nos ayuda a decir algo que a veces ni siquiera sabemos o sospechamos. En mi caso, parto casi siempre de un hecho autobiográfico, que puede ser imaginado o real. Pero ese hecho, esa anécdota es nada, o es nada más que el punto de partida. Lo que realmente sucede es el lenguaje, y en el lenguaje, mi fidelidad a un tono en particular, a un ritmo. Aunque hable de un hecho más o menos comprobable en la realidad. Escribir es inventar algo siempre, es entregarse al juego adorable y peligroso de la ficción. Yo, cuando escribo, miento. Miento para decir algo que, de otra forma, no podría decir. De ahí que no entienda a esos poetas que se escandalizan con el yo lírico. El yo es siempre otro, y si tenemos suerte, es nosotros. Nunca soy yo el que habla. Yo, como sujeto biográfico, no tengo nada o muy poco para decir.

—  El humor va ganando terreno con el correr de los años, ¿fue algo intencional?
— El humor no lo busqué, fue algo que encontré, casi sin darme cuenta. En realidad, ya estaba en mi primer libro, me refiero a a los poemas del Coyote al Correcaminos, pero después lo perdí, o lo cambié por otra cosa. No reniego de eso. Fue algo por lo que tuve que pasar. Me refiero a ese pequeño teatro del dolor que fueron --al menos durante ese período-- los poemas para mí. Digo teatro porque siempre pienso la poesía como un espacio de representación. Me subo a una pequeña tarima y recito, con extraña alegría, mi tristeza. ¿Por qué con alegría? Porque encontré las palabras adecuadas y un ritmo. De manera que ya no hay dolor, hay felicidad. Pero también podríamos pensar que los poemas acompañaron, sin que yo me diera cuenta, una experiencia mucho más grande, exterior. Una época en donde la homosexualidad era vista de una manera horrible, con todos esos temores y esos prejuicios. De ser cierto lo que digo, es lógico que mis poemas fueran un poco torturados e introspectivos al comienzo. Luego, el mundo cambió y mis poemas cambiaron también. La ley del matrimonio igualitario, por ejemplo, tuvo un efecto inmediato en la realidad, luminoso. Yo no hablo de eso en mi poesía, pero es indudable que ese cambio histórico afecto mi manera de escribir. Afectó mi manera de estar en el mundo, en todo sentido. Y con ella, creo, recuperé mi sentido del humor. El humor, como el gran motor de la poesía, y no el dolor.

Creo que la poesía es un rodeo, un merodeo que nos ayuda a decir algo que a veces ni siquiera sabemos o sospechamos

—¿Qué poetas podés nombrar como tus grandes maestros?
— En mi casa no había libros. Nada que tuviera que ver con la literatura. Entre mi mamá y mi papá creo que hayan pasado el tercer grado. Yo fui un estudiante solitario, atravesado por la tristeza y por el deseo de escapar a esa tristeza. Cuando descubrí la poesía (creo que fue a través de un poema de Gabriela Mistral) sentí por primera vez que había un mundo adentro de este mundo. Sentí que no estaba solo, y que existía la posibilidad de dar batalla de otra manera. Empecé a leer y a escribir como un loco, de manera desordenada. Mala poesía, buena poesía. Todo me venía bien. De los buenos, me acuerdo de Alfonsina Storni, Olga Orozco, Rubén Darío, Lorca, Neruda…pero sobre todo Borges, del que aprendí muchísimo, como aprendieron todos los escritores, por otra parte. Pero después vinieron poetas entrañables, como Humberto Saba, Luis Cernuda y el deslumbrante Sandro Penna. En fin, tantos, tantos poetas queridos. De ellos, todos los días aprendo algo. De hecho, no terminé la escuela secundaria, tampoco fui a la universidad, pero leí toda la poesía del mundo, y fueron los poetas, los libros de poesía, los que me formaron. La poesía y algunas cosas más, pero esas cosas no tienen que ver con la literatura sino con la vida que me tocó vivir.

— La relación entre la poesía y un público masivo siempre es conflictiva. Sin embargo en los últimos años ha habido un mayor interés por este género literario. ¿Cómo ves ese fenómeno?
— Cuando se habla de lo masivo, en relación a la poesía, siempre me acuerdo de algo que dijo Atahualpa Yupanqui, otro maestro. Él decía que cuando había tres personas escuchando recitar a un poeta, dos sobraban, Hermoso, ¿no? Es decir, nos recordaba que la poesía, lo que nos dice la poesía, es lo que un solitario le dice a otro. Y aunque un poeta estuviera leyendo para una multitud, esa regla sencilla no se alteraría. Así que no creo en lo masivo, aunque a un poeta lo lea mucha gente. Juan Ramón Jiménez hablaba de una inmensa minoría, y ahí la idea me parece mejor. Porque, aunque no lo parezca, son muchos estos solitarios que leen poesía. Basta con ver los ciclos de lectura a los que acuden mucha gente, y cómo las pequeñas ediciones proliferan y hacen que la poesía circule, pese a todo. Pero cada vez que aparece un poeta que quiere hablarle a la multitud, la poesía pierde, y con ella, me temo, perdemos también nosotros.

— Desde hace años que organizás nutridos talleres y cursos. ¿Qué ves en la escritura de las generaciones más jóvenes?
— Veo una libertad que envidio. Una frescura que me hace feliz y que añoro. Un desparpajo, una manera de encarar el lenguaje que me divierten y me asustan. Pero no es un susto que me aleja sino todo lo contrario: me acerca y me maravilla. Cada vez que un joven poeta escribe un poema, el mundo entero se tambalea, y junto con él, los viejos poetas y todas las convenciones. Es cierto que no todo lo que se escribe ahora me gusta, pero tengo un oído curioso y atento. Un oído enamorado de la tradición, pero también de lo que vendrá. En mis talleres y en los ciclos de poesía que coordino ese cruce es constante. No podría imaginarme la vida sin esos bailes, esos choques poéticos y esos revolcones. Me aburre lo ordenadito. Escapo de las galerías de espejos y todos los días pienso que el mejor poema se está por escribir. Perece una ingenuidad, pero es algo que me alegra la vida y el corazón.

No terminé la escuela secundaria, tampoco fui a la universidad, pero leí toda la poesía del mundo, y fueron los poetas, los libros de poesía, los que me formaron

— Teniendo en cuenta que la Cultura fue una de las áreas que más sintieron la crisis económica, además de los diversos ajustes en el sector, ¿cómo viviste estos 4 años de Mauricio Macri al presidente? ¿Qué lugar sentís que ocupan los avatares políticos en tu obra?
— Como muchos, más que vivirlos, los sobreviví. En cierta forma fue un milagro, ya que tantos se quedaron en el camino, por una razón o por otra. Los avatares políticos, como vos los llamás, no ocupan un lugar directo en mi escritura, aunque hay un poema en donde Batman le escribe a Robin de la noche liberal, peor que la noche oscura de San Juan de la Cruz, le dice. Pero es una broma, un juego poético. En general, no hablo de política en estos términos, aunque todo lo que escribo este atravesado por el deseo de cambiar, en algo, este mundo. No haciendo panfletos, sino indagando en mis propias contradicciones. Pero creo en las auroras, creo en los comienzos. Y desde luego, creo en el gobierno que llegará en unos días.

— Por último, ¿qué desafíos creés que tiene la literatura en la actualidad, sobre todo en estos tiempos de hiperconexión y estímulos visuales constantes?
— Si en mi adolescencia hubiera existido Internet, seguramente yo me hubiera sentido más feliz y menos solo. Es decir, lo que viene del ciber espacio, en su gran mayoría, es bueno. No tengo esa nostalgia, a lo Bradbury, de un mundo anterior, en el que los seres humanos se abrazaban y se miraban a los ojos. Porque esas cosas siguen ocurriendo, no dejan de ocurrir, por más espacio virtual que habitemos. Y la literatura se nutrirá, al igual que todos nosotros, de ese beneficio.  Y lo malo, que sin duda también tiene, tendremos que aprender a manejarlo. Pero no añoro ningún tiempo anterior. No creo que ningún tiempo anterior haya sido mejor que este. Parece calamitoso, y en cierto sentido lo es, pero los derechos adquiridos de tantas minorías oprimidas a lo largo de la historia, son tantos, tantos, que no puedo evitar alegrarme.