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Tema del incel y el héroe

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Joker (Tod Phillips 2019) imagina un mito de origen para el Guasón, el bromista impredecible de la serie Batman. La primera broma pesada es que, en lugar de una aventura de superhéroes, Joker invita a un viaje a los infiernos en torno a un hipnótico Joaquin Phoenix, escuálido, giboso y con evidentes problemas neurológicos. Es la primera dislocación entre expectativa y narración: como si los detalles de la infancia traumática de Caperucita Roja salieran a la luz, maltratada y abusada por su abuela loba trans.

En el mundo de Joker, como en el nuestro, el sueño americano quedó senil. La movilidad social es una quimera, y la meritocracia, un cuento de hadas para los ricos que duermen en seda. Nueva York está cercada de montañas de basura casi como Gotham City, y San Francisco concentra hordas viviendo en la calle en condiciones subhumanas, lo que le da a Joker un extraño realismo oracular. El telón de fondo son los monstruos que engendra el resentimiento, donde el verdadero Kraken dormido es la furia de los que no fueron acariciados por la manito invisible del mercado. Por eso la película juega a ser también un mito de origen de los males de la sociedad actual, y de un nuevo antihéroe oculto en sus madrigueras: los incels, los jóvenes “célibes involuntarios”, el segmento más peligroso y difícil de acceder para el control estatal.

Arthur Fleck vive con su madre anciana en una pocilga. Es amoroso con ella, la alimenta y la baña; a su modo, nunca ha dejado de ser un niño. Trabaja de payaso, y rápidamente las desgracias se apelmazan sobre él: lo roban, lo golpean, su jefe amenaza con despedirlo, y lo despide. La repugnancia del mundo cierra su puño sobre él.  

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Vemos su cuerpo como un manojo doliente de cartílagos y músculos lastimados; esto produce un contraste extático con la transformación que vendrá después.

Cuando asesina a tres muchachos de Wall Street, Arthur florece. Su mirada se organiza, su cuerpo se distiende y alcanza un extraño resplandor bailando solo en la oscuridad. En el crimen, Arthur descubre una hombría, una autoposesión que antes le había sido esquiva. Es el camino inverso del arrepentimiento: “Siento que por primera vez existo”, le dice a la trabajadora social; empoderado por el crimen, besa a la chica que le gusta, empieza una relación con ella.

Llegamos al núcleo antiliberal de Joker: librados a su suerte, los seres humanos no son más que vectores de caos, como las ratas gigantes de pestes. El Estado debe intervenir o la base de la pirámide saldrá a matar, encontrará el goce y el poderío personal en aniquilarse unos a otros. Que la anarquía esté a la vuelta de la esquina es menos un alegato en favor del Estado presente, que la marca de que quienes vivan en la oscuridad, donde el ojo civilizador del Estado no llega, son la amenaza auténtica al precario orden (los incels, jóvenes blancos como Arthur que viven con sus padres y oscilan entre el celibato y la demencia, son los autores máximos de las masacres en EE.UU.).

Cuando circula que un payaso es el principal sospechoso de los asesinatos de los chicos de Wall Street, Arthur ve su imagen replicada entre las gentes, la síntesis del éxito contemporáneo. (Los incels se reproducen así, copiándose, no vía sexo.) Aunque Alexandra Ocasio Cortez se haga eco y tuitee “Que tributen los ricos” (variación de matá a los ricos, eslogan del film), la pregunta persiste: ¿se puede fogonear el resentimiento social sin justificar a los que están saliendo a matar en forma personalizada el lifestyle americano, a los felices? Joker vuelve vívida la experiencia de la furia y la locura como un lugar danzante.

La banda sonora, a cargo de la compositora islandesa Hildur Guonadottir, es esencial al viaje. Conjura la euforia musical de los 50, cuya promesa de capital, ascenso social y amor se mezcla con raps asesinos. Joker tiene un final feliz: cuando Arthur va al asilo de Arkham, siguiendo el rastro de su madre, pregunta a un empleado: ¿qué tiene que hacer alguien para vivir aquí? Finalmente, Arthur desea lo mismo que la sociedad: que la gente como él sea encerrada en instituciones estatales. Foucault estaría orgulloso.