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Enloquecidos

Suspenso

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“Vértigo”. Film de Alfred Hitchcock. Pero no vivimos en un film. Es nuestra vida la amenazada. | cedoc

El pasado martes 24 de marzo, mientras miraba hacia fuera, hacia la serenidad desierta del barrio, me di cuenta de que ese era el primer 24 de marzo en que yo no iba a la Plaza. Pensé: este es un cambio que voy a recordar mientras viva. Siempre cumplí con ese ritual democrático, pero esta vez, el virus nos retuvo en casa, ese espacio comprometido por el peligro, donde militares del golpe de Estado de 1976 iban a buscar a sus víctimas, que no habían encontrado mejor lugar para esconderse.

La casa propia, prestada por alguien generoso, conseguida por una organización política, era un refugio que podía convertirse en trampa, donde bichos tan temibles como Videla, Massera y Agosti, los protagonistas de aquel 24 de marzo de 1976, podían penetrar con sus efluvios.

Este 24 de marzo no escuché discursos conmemorativos con los que a veces acuerdo y a veces polemizo. Aquel ya lejano 24 de marzo me desperté con la noticia que, desde semanas antes, estaba esperando y temiendo. Fue el comienzo oficial de una peste propagada por hombres que mataron miles de hombres, mujeres, niños y viejos. Es el peor recuerdo de mi vida y los meses y años que siguieron fueron insuperables en azar asesino, planificación deliberada y crueldad. Muchos estuvieron suspendidos entre la vida y la muerte.

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Muchos temieron por sus padres, hermanos o amigos, que no habían participado de otra situación de contagio que la del parentesco o la cercanía comunitaria.

A diferencia de lo que sucede hoy, las noticias eran escasas y clandestinas, iban del boca en boca a pequeñas publicaciones en periódicos prohibidos. Las que publicaban algunos de los grandes diarios, como La Prensa, debían ser decodificadas y reinterpretadas por quienes nos convertimos en expertos en descifrar noticias, sugerencias deslizadas dentro de la información, dobles sentidos, hipótesis.

Muchos nos convertíamos en lectores paranoicos que esperaban encontrar siempre lo que suponían que debía esconderse allí, en una imagen o en el anverso de una frase. Nada se sabía con certeza.

La más sólida hipótesis podía ser la que sonaba más inverosímil o descabellada. Las apariencias engañaban y la realidad fue tan terrible que muchos la atribuían a una ideología desbocada que no controlaba sus fantasmas.

¿Pasado pisado? Admito que los horrores del pasado no consuelan de los miedos y las muertes del presente ni de las que sucederán en el cercano futuro. No consuelan de la injusticia, porque la muerte es siempre injusta para quien la sufre desde la cercanía afectiva o la solidaridad moral.

Mejor ordenarlo todo en una perspectiva desde la que sea posible pensar. Y los creyentes puedan también rezar, como muchos rezaron en aquel entonces. Este inevitable recuerdo de 1976 y los años que siguieron me pone en mejores condiciones para pensar el suspenso del virus maldito.

Hoy bendeceríamos a un spoiler que nos anticipe el final de esta película donde somos protagonistas o extras

Pasamos uno de los capítulos de la epidemia de fiebre amarilla bajo la presidencia de Sarmiento, en 1871. En la web, todos pueden encontrar el famoso cuadro del uruguayo Juan Manuel Blanes, cumbre del patetismo realista: el médico, acompañado por su asistente, acaba de entrar en una casa iluminada por el rectángulo de la puerta, contra la que se apoya un adolescente, seguramente quien hizo posible la llegada ya inútil del auxilio sanitario a una mujer, de ligera ropa blanca que, tendida en el suelo, ya ha muerto. Cerca de su cuerpo, el hijo de un año busca el pecho de su madre tanteando la ropa que la cubre.

A Alberto Fernández, que estuvo a la altura de los desafíos con decisión y sin grandes gestos teatrales, le deseo que los supere, como fueron superados en ese año 1871, con inteligencia y suerte, ya que las dos son necesarias. Si le sale al Gobierno, también nos saldrá a todos nosotros. Aunque la palabra “todos” hoy carezca del significado inclusivo y optimista que tenía hace pocas semanas.

¿A quién va a tocarle? Me han hecho muchas preguntas durante estos días de confinamiento. Algunas de ellas me obligaron a pensar si siento miedo o si lo que me tiene atada a las noticias del presente es el suspenso de no saber si me va a tocar o no. Probablemente, si supiera con certeza que va a tocarme, me dispondría a la despedida, ya que mi edad hace aconsejable esa actitud realista. Pero no lo sé con certeza. Por lo tanto, lo que prevalece en mi ánimo son los efectos del suspenso, porque no sé si marcharé con los condenados o los salvados.

No es una frivolidad recordar que el suspenso es uno de los grandes motores narrativos, porque hombres y mujeres, personajes de una ficción o sujetos del mundo real, ignoran hasta qué punto todo lo que hagan servirá para alcanzar los fines que persiguen o caerá en la más completa y trágica inutilidad, en la derrota o el fracaso.

La mayoría de las narraciones nos interesan porque desconocemos su desenlace y es bien adecuada la palabra “spoiler” cuando se aplica a quien lo revela antes de tiempo. Hoy bendeciríamos a un spoiler que nos anticipe el final de esta película donde somos protagonistas o extras. Un spoiler malintencionado es quien nos dice, mientras miramos Psicosis de Hitchcock, que el personaje que encarna Anthony Perkins es el maldito asesino. La pandemia es un film de suspenso, aunque se usen palabras como “terror” para calificar sus efectos sobre nuestra subjetividad. Hay suspenso porque ignoramos el desenlace de lo que está sucediendo. Y, en consecuencia, es nuestra vida la que está en suspenso. Pero no se trata de un film y, por eso, el suspenso nos enloquece en lugar de entretenernos.

Destino. Los actuales sucesos se siguen unos a otros y sentimos que, en cualquier momento, podemos ser un eslabón más de esa cadena, como si un asesino serial anduviera por la ciudad e ignoráramos cuándo será detenido y encarcelado para que deje de hacer daño.

El asesino serial puede caer sobre cualquiera de nosotros. Y, en especial, puede caer sobre quienes viven hacinados; quienes están obligados a andar por la calle para buscar algún sustento; quienes, para decirlo rápido, son los más pobres y quizás sus patrones no les permitan suspender el trabajo de limpiar una casa o planchar unas ropas; sobre todo, la pandemia puede ensañarse con quienes, en el sistema de salud, cuidan de las víctimas.

Esta vez, el suspenso nos toca sufrirlo incluso a los que siempre nos creímos protegidos o a salvo. Como dice el refrán, se dio vuelta la taba y nos señala la indeterminación del destino, que es la condición humana más difícil de tolerar. Por algo los griegos tenían sus oráculos. Y árabes y judíos, sus profetas. Para los que no tenemos nada, nos queda la gran literatura que produjeron. Buena lectura para estos días de confinamiento.