COLUMNISTAS
Apuntes en viaje

Plumas

No sé qué pasó con los palomares que tenía en la infancia ni cuándo dejé de prestarles atención. Tal vez ese verano en que mi vecino me regaló dos ñandúes.

20191006_palomas_martatoledo_g.jpg
Palomas | marta toledo

Detesto a las palomas. Cuando era chica me encantaban y tenía un palomar en mi casa. Hay una foto de los tres o cuatro años, tengo puesto un jardinero y debajo un pullover, habrá sido fines del invierno, tengo un pie descalzo y les doy de comer a varias palomas, estoy riéndome como una nena dichosa. A los ocho o nueve una comadreja intentó matar a un pichón de mis palomas. Le abrió el buche y alguna cosa, un ruido, vaya a saber, la obligó a huir sin su presa. Lo descubrimos en la mañana, el pichón comía y la comida se escapaba por la herida. Mi madre agarró aguja e hilo y zurció el tajo. El pichón sobrevivió, se convirtió en un palomo de pecho inflado, el costurón prolijamente oculto por las plumas. No sé por qué me gustaban tanto. Tal vez porque en el campo parecen más limpias. Tal vez porque en las ciudades se amontonan en las plazas, en hilera sobre los cables de la luz, sobre la basura como ratas emplumadas.

Hace unas semanas viajé a Santa Rosa, La Pampa. Había estado hacía tres años en un festival de crónica, el ¡PAM! Aquella vez, como esta, estuve apenas veinticuatro horas. Creo que las dos veces me quedé en el mismo hotel, pero la primera no llegué a pasar la noche: llegamos en un micro a la mañana y tomamos otro a la madrugada de ese mismo día. Esta vuelta llegué a la noche tarde. Había viento y hacía frío. Pregunté en el hotel dónde podía comer y me indicaron algunos sitios cerca, a pocas cuadras: un par de pizzerías, una parrilla y una cervecería artesanal. Terminé allí comiendo una hamburguesa imposible de terminar, el tamaño era como el de cuatro hamburguesas juntas. Me pone de mal humor cuando los platos son desmedidos y el mozo no me lo advierte. Me da culpa dejar comida.

Cuando volví al hotel me acosté en la camita de una plaza. Había ruidos en la ventana, como un frotar de uñas contra la persiana. Pensé que habría murciélagos viviendo en el taparrollo. Como estaba en la cama próxima a la ventana, me cambié a la otra. Pero el colchón tenía un hueco en la mitad, así que volví a la anterior: más vale murciélagos que dolor de espalda. Me dormí enseguida. Al otro día, cuando me lavaba los dientes descubrí las palomas en el ventiluz: en la pequeña saliente de pared, dos palomas aleteaban, peleaban o se apareaban, el vidrio esmerilado no me permitía ver los detalles. Pensé en Los pájaros, de Hitchcock. Mientras me bañaba las bichas seguían ahí, aleteando y dejando salir ese ruido gutural por los picos entreabiertos. Aunque nos separaba el vidrio parecía que en cualquier momento estarían con las patas metidas en mi pelo.

Esto no le gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Más tarde salí a dar una vuelta. Las veredas, los árboles sin hojas y los toldos de las tiendas estaban salpicados de manchas blancas, en algunos sectores las palomas parecían ensañarse a diario y el olor a guano revolvía el estómago. No eran murciélagos lo que había escuchado la noche anterior, eran palomas. Después pregunté y me dijeron que eran casi un asunto de Estado. Palomas por todas partes, nadie sabe cómo librarse de ellas.

No sé qué pasó con los palomares que tenía en la infancia ni cuándo dejé de prestarles atención. Tal vez ese verano en que mi vecino me regaló dos ñandúes, pero esa es otra historia. Las únicas palomas que me siguen gustando son las torcacitas o palomitas de la virgen, como las llamamos en el pueblo. Cuando era chica y cantaba alguna a la hora de la siesta, me daba miedo: alguien me había dicho que la torcacita acompañaba al cielo el alma de los gurises muertos, y yo tenía miedo de que viniera por mí.