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Mudanzas

Llegamos a la mañana temprano, en micro; pasamos primero por el kiosco, el tipo ya no parecía tan amigable ni tan canchero, estaba recién amanecido.

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Mudanzas. | Marta Toledo

Tengo que mudarme provisoriamente. Irme a otro sitio para hacer arreglos en mi casa. Nada me cansa tanto como la perspectiva de una mudanza. Embalar cosas. Revisar placares y cajones cuyo contenido he olvidado después de 14 años de vivir en el mismo lugar. ¿Cuántas veces me mudé? Ocho en total, y esta es la casa donde viví más tiempo luego de irme de mi casa natal.

La primera vez me fui a vivir a una pensión en Paraná. Había terminado el colegio y nos fuimos con una amiga a estudiar allá. Habíamos ido unas semanas antes a buscar dónde vivir. Habíamos encontrado una linda habitación en una pensión a metros de la peatonal San Martín. El cuarto sería solo para nosotras dos, tenía un balconcito que daba a la calle. En la planta baja el dueño tenía un kiosco. Era un tipo joven y canchero. Cuando volvimos para instalarnos definitivamente veníamos cargadas de vajilla, sábanas, toallas, ropa, libros y algunas chucherías para arreglar nuestro cuarto propio. Por fin lejos del pueblo, de las casas familiares, de las piezas compartidas con hermanos. Solas, dueñas de nuestro destino.

Llegamos a la mañana temprano, en micro; pasamos primero por el kiosco, el tipo ya no parecía tan amigable ni tan canchero, estaba recién amanecido. Dijo que esperáramos y salió del kiosco con un llavero en la mano. Abrió la puerta de la pensión y subimos la escalera atrás de él. Nosotras encaramos para la pieza que nos había mostrado semanas antes pero él dijo no, no, esa está ocupada, se van a quedar en otra. Mi amiga y yo nos miramos sin decir nada. Lo seguimos, arrastrando nuestros bártulos. Pasamos por la zona de los baños. Una chica salió envuelta en una toalla y él le hizo una broma. La chica se rió y se metió en uno de los cuartos. El abrió otra puerta: esta es la de ustedes, dijo. Miramos por encima de sus hombros, la habitación enorme y llena de camas, una mesa con cosas encima, cosméticos, peines, toallas colgadas de la puerta del placard y del respaldo de dos sillas. Esas dos camas están desocupadas, señaló. Nosotras tartamudeamos: no quedamos en eso. El tipo nos miró sobrador, se encogió de hombros y dijo: es lo único que tengo, la toman o la dejan; y se dio media vuelta. Nosotras nos quedamos ahí clavadas mirando la pieza, que se parecía a esas barracas donde se quedaban pupilas las chicas de las películas que veíamos de niñas, al cuidado de monjas malditas. Creo que nos sentamos en el borde del colchón pelado de alguna de las camas libres y lloramos un poco. El pueblo del que, por lo menos yo, quería irme desde que tenía 9 años de repente aparecía como el sitio más amable del mundo. ¿Para esto había esperado tanto? La mitad de mi vida, casi. Para venirme a un lugar horrible con muchachas saliendo del baño con toallas desteñidas enroscadas en la cabeza, para dormir en un cuarto con olor a guiso recalentado. Estuvimos unas horas así, detenidas, hasta el mediodía. Mi amiga ese mismo día empezaba las clases. Nos lavamos la cara y la acompañé a la parada de colectivos. Después me fui a la plaza y me senté en un banco de madera a la sombra de un árbol. Todavía hacía calor y no andaba un alma en la peatonal. La gente dormiría la siesta en sus camas, los ventiladores girarían morosos en los cuartos oscurecidos. Solamente desfilaban muchachos, dorados como los últimos coletazos del verano, en musculosa, shorts y lentes raiban. Atrás, algún viejo copetudo seguía a alguno a la distancia y la boca oscura y fresca del Flamingo, la confitería de la esquina, se los tragaba de repente.

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