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Lucho y se van

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Yo miraba Indiscreciones cada tanto. Me atraían, lo confieso, el género del chisme pueblerino, el género del chisme barrial. Y aunque pudiese eventualmente preferirlos en su traspaso a las novelas de Manuel Puig o en su ejercicio cotidiano por parte de los vecinos de mi infancia, no dejaba de asistir a su versión televisiva en ocasiones.

Si Lucho Avilés ha sido, según se afirmó ante su muerte, un pionero en la materia, no parece exagerado considerarlo una de las figuras de mayor influencia real en la cultura argentina contemporánea. Porque lo cierto es que aquella modalidad se expandió, según se ha señalado ya muchas veces, hasta volverse decididamente obscena, y a menudo hasta ultrajante. Primero conquistó la esfera del espectáculo (cuyos habitantes supuestamente se prestaban al juego de las infidencias), pero no demoró en extenderse y ocuparlo todo, como para confirmar aquellos diagnósticos apocalípticos lanzados por Guy Débord a finales de los años 60 con La sociedad del espectáculo.

Lo personal, previamente despolitizado, invade el espacio público; pero no solo para exponerse, sino también para desalojar los códigos y los términos que son propios de ese espacio. Se dio el caso de un escribidor comercial que se rebajó a discutir poéticas hurgando indignamente en detalles maritales (para peor, estaba mal informado, fue sonso hasta para eso). Y hay debates sobre fútbol que se mezclan con los gustos sexuales del comentarista en cuestión (prontamente juzgados y condenados, según la moral represiva imperante). Se va haciendo cada vez más difícil entablar una discusión de ideas que no derrape en agravios personales, venenos y chicanitas.

El chisme ya ni siquiera es chisme, pues ha perdido lo que lo define: el traspaso de lo privado a lo público, el salto que se produce a partir de esa distinción de ámbitos. No existiendo discreción, ya no existen indiscreciones tampoco.