Un grupo de escritores sale de gira por el país para leer fragmentos de los libros de X, su autor favorito. Rápido descubren que que la gente que asiste a sus lecturas sólo quiere escuchar relatos que provengan de las series que ven en televisión. Esto ocurre incluso cuando la novela del autor fue adaptada por la TV. Quieren esa misma historia, pero la que cuenta la adaptación. La original les parece aburridísima.
Para salvar la gira, de la que esperaban algún beneficio económico, estos escritores abandonan el propósito inicial y comienzan a inventar argumentos propios, que cuentan en público atribuyéndolos a series aun no estrenadas. Todo adopta el aspecto de una pequeña conspiración: ofrecen esas “primicias” pidiendo a los asistentes que no esparzan el relato entre sus amigos, familiares y vecinos. Así, el público forma parte de la preservación de un secreto y del culto del misterio.
Pasa el tiempo y siguen las lecturas. Los escritores tienen siempre miedo de que alguien descubra y denuncie que están inventando lo que cuentan. De hecho, esos relatos públicos son como sesiones de improvisación musical, porque antes de subirse al escenario, ninguno de los escritores tiene la menor idea de lo que contará. Pero apenas el primero comienza a hablar, la historia fluye, y cuando hay una pequeña vacilación en el relato otro toma la posta, y así sucesivamente. Los escritores se han vuelto sabios narradores orales, en cada una de sus historias se vuelve evidente lo que la técnica ha ocultado: que para contar una historia son superfluos los iluminadores y directores de arte y actores y maquilladores y compositores de bandas musicales y fotógrafos, la narración crea mejores ámbitos ficticios cuanto más se sustrae a lo ilustrativo. El efecto se multiplica. Desaparecen los cines y los teatros y la televisión, el mundo se vuelve una fogata alrededor de la que se arraciman las personas para escuchar un cuento. Si es repetido, mejor.
