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Un mundo nuevo

La prepotencia no es sana

En nuestros países se repiten viejos ritos de la política que antes funcionaron poco y ahora chocan con la mente de la gente, como muestran decenas de estudios académicos y la experiencia. Así sucede con la creencia de que, dentro de la alternancia democrática, la imagen de un mandatario mejora porque persiguió al anterior.

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. | Pablo Temes

He pasado la vida analizando los juegos del poder y conversando con muchos de sus protagonistas. A veces siento que se repite la misma película con un final amargo, solo que con otros actores y en otros países.

Ataques. Normalmente los presidentes no reconocen los méritos de su predecesor, aunque sean del mismo partido y repiten una frase: “nunca imaginé que dejaría tan mal cosas”. La corte le pide entonces que prepare una exposición contando la tragedia para que todos sepan cuán difícil será el trabajo de su excelencia.  El truco suele fallar: la mayoría de los electores son más perspicaces que los políticos y no les creen. Si un mandatario realiza un gesto caballeroso con el antecesor, mejora su popularidad, porque la gente cree que puede mejorar su situación si colaboran. Cuando el presidente y sus funcionarios se dedican a denostar al anterior, la gente siente que buscan pretextos para justificar su inoperancia.

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Sucede en todos los países, podría mencionar unos diez casos, que seguí de cerca, en los que las cosas fueron así. Bastantes creen que eso no es así. Sería útil si además de mantener creencias, mencionaran casos en los que, dentro de la alternancia democrática, la imagen de un mandatario mejoró porque persiguió al anterior.  

En la Argentina reciente, vimos que la imagen de Alberto Fernández subió cuando parecía fomentar el diálogo. Se desplomó desde de que él y sus funcionarios se dedicaron a atacar a la oposición y a la ciudad de Buenos Aires.

En la nueva sociedad, las relaciones no son horizontales: la gente no es sierva de los políticos

Cuando los políticos aburren con agresiones y descalificaciones terminan con menos rating que los Simpson, momento en que los cortesanos impulsan otro disparate: “señor presidente todos quieren oírle, organice una cadena nacional”. La idea carece de lógica: si la gente no le oye en los programas abiertos, es porque no quiere oírle. Es algo difícil de ver cuando el hubrys nubla los pasillos de los palacios, aunque parece elemental imaginar que a los ciudadanos les enoja que les encadenen a un discurso cuando tienen cosas más interesantes que hacer, como ver una telenovela o un reality show. En la visión antigua de la política, la gente debe hacer lo que dice el jefe, gustarle lo que le gusta, creer en lo que cree. En la nueva sociedad las relaciones son horizontales, ni los hijos son siervos de los padres, ni los alumnos de los maestros, y menos la gente de  los políticos. Todos son más libres.

En las calles y en las redes. Pasa lo mismo con las movilizaciones autoconvocadas y la reacción prepotente que suscitan en los voceros gubernamentales. Hay funcionarios que hacen exactamente lo contrario de lo que dicen decenas de textos que estudiaron el tema, que se consiguen en Amazon y la Red. Si alguno tiene más formación académica, puede aventurarse en papers más densos de las universidades importantes. En los últimos años, se han estudiado muchos casos, es un fenómeno que crece exponencialmente y que se potenciará con la difusión masiva del uso del Internet que provocó la pandemia.

Básicamente, hay dos tipos de manifestaciones: las verticales de la vieja política y las horizontales de la sociedad hiper-conectada. Antiguamente los sindicatos, los partidos las organizaciones manejadas por corporaciones, movilizaban a gente organizada a la que le llevaban en buses, permanecían en un sitio hasta que lo disponían los dirigentes y se iban cuando ellos lo ordenaban. No es una crítica, no era nada bueno ni malo, así era la vida. En Argentina muchas concentraciones, invasiones y saqueos son organizados por quienes tienen el negocio del pobrismo, que aparecen en toda encuesta como los personajes más rechazados del paìs.

Otras son las movilizaciones espontáneas propias de la sociedad del Internet. Actualmente cualquier persona tiene en su bolsillo un celular con el que puede comunicarse con quienes quiera y si su mensaje se viraliza literalmente puede conmover al mundo. A Trump, hombre poderoso, resguardado por servicios de inteligencia y equipos técnicos de gran nivel, lo enloquecieron miles de adolescentes que se divirtieron bailando “La Macarena” en TikTok, mientras pedían entradas para asistir a la inauguración de la campaña republicana. Trump creyó que asistirían más de un millón de partidarios, lo anunció, preparó fuera del local una tribuna para hablar a la multitud, pero solo llegaron 6.300 personas. Los muchachos asomaron en las redes muriendo de la risa.  Es increíble que una movilización de la que participaron decenas de miles de adolescentes no haya sido detectada por el aparato estatal, pero así es la sociedad caótica en la que estamos viviendo.

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Las demostraciones de la sociedad híperconectada se desarrollan a veces sin que las instituciones políticas o los medios de comunicación se percaten. Esta broma espectacular no la organizó el Partido Demócrata, ni un complot organizado por Xi Jinping como lo sintió Trump, porque Tik Tok era una empresa china. No fue la plataforma, sino jóvenes libres que se divertían. Los líderes con mentalidad arcaica no entienden el poder de la gente común, no dan importancia a que está armada con un teléfono, el arma más poderosa con la que puede gritar y hacerse sentir en el mundo sin ayuda del imperialismo, China, o cualquier otro fantasma de la guerra fría.

Liderazgo. Los estudios han encontrado elementos comunes en estas movilizaciones, que derribaron gobiernos y conmovieron al mundo. Son más poderosas cuando carecen de un liderazgo sectario y están realmente manejadas por gente común que está dispersa. Nadie paga a los manifestantes, no les reparten comida, ni les llevan en camiones pagados, llegan y se van como quieren y cuando quieren.

Están allí simplemente porque lo han decidido y eso les da una fuerza descomunal. No se sabe si irán muchos, pero eso no importa porque cuando no tienen un jefe, son dispersas e imprevisibles, impactan más. Son como un autor llamó a las guerrillas del siglo pasado: la guerra de la pulga. Inorgánicas, sin conexión ideológica, amontonan demandas inconexas, son divertidas, exaltadas, con formas poco convencionales.

Normalmente empiezan en las grandes ciudades y luego se difunden por todo lado. Todos los estudios dicen que son más peligrosas cuando se inician en las capitales porque es el sitio en el que se encuentra el gobierno. Para cualquier persona con formación intelectual el escrache es censurable, pero no controla a la gente. Las agresiones no se parecen a las de patotas de sicarios que atemorizan a la gente para que se pliegue a un paro o porque habló mal del gobierno, propias del antiguo autoritarismo. Ahora la agresión puede venir de una señora enojada por el ataque a su ciudad, que siente que tiene derecho a participar en la protesta y le lanza un huevo a un funcionario si lo encuentra en la puerta del edificio.

Las protestas son más poderosas cuando carecen de un liderazgo sectario

En 1997 el ecuatoriano Abdalá Bucaram odiaba a la capital, insultaba a los quiteños. Basado en encuestas, decía que el país odiaba a Quito porque parecía una ciudad opulenta, después de algunas administraciones municipales eficientes. A los seis meses de inaugurado su gobierno, cuando intervino la Corte de Justicia, los capitalinos sitiaron el palacio, hicieron sonar las campanas de las iglesias coloniales que rodean a Carondelet para que el presidente no pudiera trabajar ni dormir. Al cabo de tres días tuvo que huir a Panamá, en donde quedó exiliado por 19 años. ¿Quién organizó esto? Ni partidos, ni potencias extranjeras, ni el Opus Dei, ni fundamentalistas islámicos. Nadie y todos, la gente, Fuenteovejuna todos a una.

En 2005, Lucio Gutiérrez, llamó “forajidos” a un grupo de estudiantes que fue a protestar frente a su casa porque intervino la Corte de Justicia. El insulto prendió el motín. Al principio cientos, y después miles de jóvenes cubrieron sus coches con papel higiénico diciendo que con él limpiarían al país del presidente, hicieron sonar maderas, apagaron sus coches intempestivamente para obstaculizar el tráfico, realizaron todo tipo de actos imaginativos y divertidos que pusieron en jaque a la capital. Cuando un político o personaje conocido se acercaba a sus sitios de reunión rechazaban diciendo que era un movimiento de jóvenes “forajidos” no de viejos políticos. La situación se puso tan incontrolable que Gutiérrez huyó del palacio en un helicóptero, perseguido por jóvenes que rompieron con sus coches la seguridad del aeropuerto intentando matarlo. Felizmente el coronel fugó y pudo exilarse en la embajada de Brasil.

Un vendedor ambulante se prendió fuego en una aldea de Túnez protestando por su situación económica. Las autoridades de burlaron del incidente. Cundió la ira, surgió la primavera árabe, que derribó a varios gobiernos poderosos que se creían dueños de la verdad. Fue protagonizada por jóvenes armados de celulares. Los chalecos amarillos sitiaron a Macron de manera más eficiente de lo que habrían podido hacer el Partido Comunista y los sindicatos franceses en el apogeo de su poder.

En estas iniciativas cada ciudadano se representa a sí mismo, demanda lo que se le ocurre, pero vive la ilusión de una representación colectiva. ¿Qué dice la gente? Muchas cosas difíciles de descifrar para los que no estudian los nuevos tiempos e imaginan una dinámica y una intención del siglo pasado.

En octubre de 2019 se desataron en Chile enormes movilizaciones que nos hicieron pensar que el país se precipitaría en un abismo. La forma en que condujo el problema Sebastián Piñera, con diálogo y respeto por los opositores, está culminando en un plebiscito que estudiaremos en una nueva nota. La meritocracia funciona. Piñera, graduado en Harvard, es, con Iván Duque, uno de los presidentes en funciones más preparado del continente.

 

*Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.