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La mujer justa

Recuerdo los libros de la colección Robin Hood. Apenas los abrías te encontrabas con la imagen de una familia perfecta: un hombre, dos niños: mujer, varón, una mujer y un perro.

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Recuerdo los libros de la colección Robin Hood. Apenas los abrías te encontrabas con la imagen de una familia perfecta: un hombre, dos niños: mujer, varón, una mujer y un perro. La promesa de la felicidad. Todos estaban leyendo. El problema es que la lectura te va a llevar a cuestionar ese “relato” de felicidad.

Ana Karenina, comienzo: “Todas las familias felices se parecen, las familias infelices son infelices cada una a su manera”. Da la sensación de que las familias felices no se pueden narrar, no tienen potencia para la narración. Las familias infelices sí, de hecho Ana Karenina –una obra maestra, si no la leíste, dejá todo y empeza ahora– es la muestra de esa posibilidad.

El tipo de mujer que bosquejó Rousseau en el Emilio era el que estaba en esas láminas de la colección Robin Hood. Una mujer cuya felicidad solo se concretaba quedándose en casa, creando la felicidad de sus hijos y de su esposo. Deseando cosas buenas. Este tipo de mujer, la mayoría de las veces, fue la madre de nuestra generación. Por suerte, también nos han tocado mujeres emancipadas.

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Yo tenía 20 años. Por la noche estudiaba en la Facultad de Filosofía, por la mañana era cadete del Centro de Empresas de Estibajes. La gerenta del lugar era una mujer: Lucía Gómez. Era raro, se había ganado ese lugar repleto de hombres. Yo me estaba por casar –me faltaban semanas– y le conté que había ido a la despedida de unos compañeros de la facultad que emprendían un viaje a dedo por Latinoamérica. Le conté que no había podido dormir por la excitación que esa despedida me había producido. Yo quería ir. Pero la promesa de felicidad de la colección Robin Hood me lo impedía.

Ella me contó una historia personal que había terminado mal. La infelicidad a veces es más emancipatoria que la felicidad. Me dijo: “Te tenés que ir. Te doy un año de licencia sin goce de sueldo para que, si te arrepentís, tenés el trabajo. Te doy la plata ahora y sacás el pasaje adonde están tus compañeros. Pero lo hacés ahora, si volvés a tu casa, te van a convencer de que no viajes”. Agarré la plata, saqué el pasaje. Me fui, no me casé.

Una tarde, durante ese viaje, caminé unas calles nevadas de Humahuaca hasta la Posta de Correos. Le mandé un telegrama a Lucy diciéndole que no iba a volver, que no necesitaba la licencia y que me liquidara el sueldo y me lo mandara a una dirección de poste restante en la Quiaca, donde iba a estar, con suerte, si me podía subir al tren carguero de la mañana. Lucy in The Sky Whith Diamonds.