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Apuntes en viaje

Fugas de sentido

Los últimos pensamientos son un enigma verdaderamente poético, a partir del cual se podría elaborar una ficción de conjeturas del último instante.

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Los últimos pensamientos son un enigma verdaderamente poético, a partir del cual se podría elaborar una ficción de conjeturas del último instante. | Marta Toledo

Con el actual gobierno se han ido destruyendo a ritmo acelerado casi todas las referencias humanistas, al punto de que un policía puede disparar por la espalda a un sospechoso. La Policía, la Gendarmería y cualquier funcionario PRO, más que nunca, son el lobo del hombre. Sin embargo, hay un ámbito simbólico al que la topadora omnívora del macrismo no ha llegado, por la debilidad de sus fundamentos intelectuales: el edificio de la memoria, cuyos cimientos parecen resistir el cóctel oficial de cinismo y negligencia.

En mis paseos por Boedo y San Cristóbal, cada dos cuadras, baldosas en el suelo indican quiénes fueron secuestrados en cada lugar por el terrorismo de Estado: todos jóvenes que luego desaparecieron y que hoy tendrían entre sesenta y setenta años. La posibilidad de descubrir una cartografía de víctimas políticas como una capa más en el mapa de mi ciudad me parece esencial: ordena la conciencia del caminante. Me pregunto quién fue cada uno, y qué rumbo habrían tomado sus vidas de haber sobrevivido. Qué pensarían de sus años de militancia hoy. Qué pensarían minutos antes de ser chupados y qué habrían soñado en su última noche en libertad. Los últimos pensamientos son un enigma verdaderamente poético, a partir del cual se podría elaborar una ficción de conjeturas del último instante. Esas vidas truncas conviven en mis paseos formando nudos en la garganta. En mi última visita a la Placita de los Vecinos, en avenida Independencia y Mármol, una placa recordaba la existencia de la escuela Florentino Ameghino, demolida en 1981, a la que habían asistido Luis Daniel Aisenberg y Ariel Aisenberg, secuestrados el 20 de marzo de 1977. El repentino encuentro con formas de ausencia en el presente hizo trizas el paisaje real e introdujo una dimensión grave. La placa introducía una variación: dos desaparecidos, dos hermanos, que habían asistido a un colegio ausente. El memorial era doble en todo sentido. La plaza, los niños en los juegos, en definitiva todo lo vivo, adoptó un aire artificial sobre el fondo ancestral de la tragedia. Una afirmación de Benjamin resulta útil en este punto: “El tiempo de la historia es infinito, pero lo es en cada dirección y está sin consumar en cada instante”. Todo el tiempo sin consumar de una vida trunca vivía en esa placa. Convivía infinitamente y en pena con la felicidad de los niños en los juegos, con el agobio de los desocupados que hacen tiempo, refugiados del sol, en las mesas del fondo, y con esa especie castigada y en extinción que son los jubilados. Al percibir ese tiempo sin consumar que como un aura manaba de dos placas recordatorias que parecían una, el tiempo presente se reveló tiempo trágico. Un tiempo se vuelve trágico cuando ya no hay nadie que sea capaz de sobrevivir, sobre todo políticamente, a esa fuga de sentido que se traduce en el Estado como violencia.    

Me pregunto si se publicará la novela contemporánea que retrate el tiempo trágico del macrismo –no las condiciones materiales sino los efectos en el individuo–, así como en su momento La ribera de Enrique Wernicke captó y transmutó el tiempo trágico de la Argentina previa al peronismo en la soledad alcohólica de su personaje y en el ascetismo de la orilla. Tal vez esa novela se esté escribiendo y se publique en cinco años y lo que hoy lleva el nombre de gatillo fácil se refleje como un plan de represión organizado para controlar los efectos de las políticas de exclusión social y ajuste, después de tres años de sequía.

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