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Freud para millones

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El sueño de la comunidad organizada bajo la figura de una causa colectiva duró lo que tenía que durar: un suspiro de gas metano en una canasta. Se aplaude o se cacerolea de balcón a balcón, hay videos deliciosos de vecinos puteándose circulando por internet, hay quien sueña con cepillarse el alma con los bigotes de Alberto y quien sube una foto de Macri y asegura que si no fuera por las oportunísimas medidas económicas, sanitarias y de equipamiento militar tomadas por el ex presidente (?) las consecuencias del coronavirus serían hoy peores de lo que son. Todas las noches, antes de dormir, rezo para que las habladurías del mundo no puedan atraparme. Y luego, desvelado, escucho las voces del hambre y el desconcierto. Los cálculos de aplanamiento virósico presidenciales no pueden disimular que la profecía entusiasta del poeta Esteban Bullrich se ha convertido en realidad de pesadilla: nos estamos acostumbrando a vivir en la incertidumbre.

Pero también, mientras sobrevivo precariamente en mi encierro de adulto casi mayor, me dedico a la contemplación de las formas más degradadas del arte del espectáculo. Ayer, por ejemplo, vi sin culpa una película de Netflix sobre francotiradores. Sesos volando, diálogos idiotas, gesticulaciones enfáticas.. Ni soñando alguien podía imaginar y escribir algo peor. Y sin embargo la vi entera. Pero eso fue una digresión. En las redes sociales, una colección variable de apasionados internautas se puso a discutir acerca de las calidades de una serie llamada Freud: el diagnóstico general fue que es pésima. Todos detectaron sus fuentes más visibles (una tontería fallida llamada Penny Dreadful, puzzle de mitos literarios victorianos, empezando por Frankenstein, siguiendo por Dorian Gray, y de allí…) y, sobre todo, abominaron de la escasa o nula fidelidad de sus episodios a la hora de narrar la vida del inventor o descubridor del psicoanálisis. Digámoslo así: la serie es pésima, hasta podría decirse que, salvo por las costosas inversiones en escenografías y decorados, no podría pensarse en una serie peor. Y sin embargo, es precisamente su idiotez lo que la salva, no por lo que se ve sino por lo que lo antecede, que es una idea genial; hacer de Freud un fraude, juego de palabras con el que no se deja de fastidiar. Lo bello, lo único bello de la serie (además de la histérica de turno), es precisamente que Freud funciona como detective psíquico de un universo de crímenes y violencias políticas, como un estafador de la credulidad ajena, una pluma al viento cooptada por el espiritismo y el orden policial. La intención del autor o productor es desviar el relato de la expectativa colectiva, sacar al personaje histórico de su mitificación marmórea, y eso salva a la serie: que la intención no se justifica por el resultado. 

Y para la próxima hablaré de Eric Rohmer.