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Coronavirus y expectativas

Fe, creencias y vacunas

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| Cedoc

Aunque se las incluya en el mismo paquete, fe y creencia no son la misma cosa. El filósofo, teólogo y sacerdote anglicano británico Alan Watts (1915-1973), importante eslabón en la relación del pensamiento oriental con el occidental, estableció una lúcida diferencia entre ellas en su ensayo titulado La sabiduría de la inseguridad.

La creencia, señala, es la insistencia ciega y obstinada en que la verdad sea la que uno quiere o desea que sea. No se la admite sino bajo una única forma, y cualquier alternativa es considerada una herejía. A los creyentes todo, a los herejes nada.

El creyente solo abre su mente y sus oídos a quienes piensan como él y comparten sus ideas y deseos preconcebidos.

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La fe, a su vez, es definida por Watts como una apertura sin reservas de la mente a la verdad, sea esta la que fuere, y adopte la forma que adoptare. Carece de concepciones previas, es una zambullida en lo desconocido.

Quien tiene fe, entendida así, está abierto y atento a una verdad que desconoce y que puede manifestarse de maneras inesperadas o misteriosas. La fe se deja ir. La creencia, subraya Watts, es una tabla a la cual se aferran los humanos en las aguas revueltas de la vida, aterrorizados ante la imprevisibilidad, la aleatoriedad y la incertidumbre inherentes a la existencia. Es una manera de negarlas, una huida de la inseguridad existencial. De la creencia nacen dogmas.

Y los dogmas no se discuten. Se acatan. Quien lo hace será incluido entre los creyentes. Quien no, navegará en soledad.

Escribe Watts: “La creencia se ha convertido en un intento de aferrarse a la vida, de hacerse con ella y conservarla para uno mismo. Pero no es posible comprender la vida y sus misterios mientras uno trate de aferrarla, de la misma manera en que uno no puede llevarse un río en un cubo. (…) Siempre estaremos decepcionados, porque el agua no fluye en un cubo”.

En la práctica, afirma el también autor de El sentido de la felicidad, Nueve meditaciones, El gurú tramposo y Las dos manos de Dios, entre otras obras, la creencia ha llegado a significar un estado mental casi opuesto a la fe.

En el momento en que expuso estas ideas corría el año 1951, y Watts pensaba que la fe es la virtud esencial de la ciencia, abierta siempre a la indagación y el descubrimiento sin una preconcepción, y que puede ser también la virtud esencial de cualquier religión que no se engañe a sí misma. Con el abandono de ese aferramiento a la creencia como vía de escape a la finitud, la mortalidad y la inseguridad, se da el primer paso al desarrollo de una verdadera vida espiritual, afirmaba. Desde entonces, setenta años han corrido bajo el puente, a muchos las religiones dejaron de darles las respuestas tranquilizadoras que buscaban y la ciencia y la técnica han ido ocupando, con creencias, el lugar de las promesas salvadoras. Hace pocos meses, el filósofo italiano Giorgio Agamben provocó revuelo y escozor al preguntarse si la ciencia es la nueva religión. Quizá le faltó incluir el modelo económico predominante desde los años 70 en ese nuevo panteón. Agamben, un profundo estudioso de lo teológico, fue furiosamente rebatido desde purismos tecnocráticos, ideológicos y políticos, en muchos casos con la ira de los fanáticos.

Pero quizás algo de razón tenía. Mientras las imprecaciones del Papa por la intervención divina para frenar la pandemia de Covid-19 parecían desoídas a la luz del aumento de muertos e infectados, la creencia se desplazaba hacia la o las vacunas, esperadas como al mesías.

En la Argentina las promesas mesiánicas oficiales fueron mudando de creencias, todas impuestas con la misma convicción dogmática. Primero fue salud sí, economía no.

De la pérdida del trabajo, de las esperanzas, de los vínculos, de la salud mental y de los proyectos se vuelve, de la muerte no, dijo el dogma. Cuando no funcionó, se lo reemplazó por la dogmática búsqueda de culpables.

Los que corren y trotan, los porteños, los que se juntan en pequeñísimas reuniones con sus seres queridos con todas las medidas de seguridad. Otra vez la verdad se negó a adoptar la forma de la creencia. El comité de “expertos”, sacerdotes de la nueva religión, perdió credibilidad (esta palabra deriva de creer, como creencia) y la verdad pasó a anidar en vaticinios económicos. Negociar deudas, correr hacia nuevos y crueles ajustes sin llamarlos por su nombre y despreciando a quienes dudaran. Y ahora el turno de la o las vacunas.

Millones de vacunas que lloverán como el maná sobre los fieles creyentes. “Solo un 1% de delirantes no las va a querer”, dictaminó el ministro de Salud de la provincia de Buenos Aires, excomulgando con el poder del dogma a quienes dudan, piensan por cuenta propia o defienden lo que Víktor Frankl llamaba libertad real y última. La libertad de decidir cómo actuar ante aquello que no depende de nosotros, aun en situaciones extremas, y asumiendo responsablemente las consecuencias.

Esto no va en contra de las vacunas, conviene aclararlo, sino en favor de la fe.

De la verdad no impuesta. Mucho menos desde intereses políticos y económicos o desde urgencias científicas (el Nobel puede esperar).

*Escritor y periodista.