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Falsa calma

El mundo era otro, sin virus, sin siquiera la sospecha de que algo así podía suceder. Es increíble cómo los escenarios pueden cambiar con tanta rapidez.

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Falsa calma. El mundo era otro, sin virus, sin siquiera la sospecha de que algo así podía suceder. | Marta Toledo

Como dicen acá, en el interior del interior: se está armando el tiempo. No escuchaba esa expresión desde hace añares o la había olvidado quizá. El cielo está encapotado sobre Valle María, una aldea de alemanes del Volga a unos 600 kilómetros de Buenos Aires. En cualquier momento se larga. Mientras, la calma del pueblo se vuelve más densa por los truenos que suenan a lo lejos, los relámpagos que zurcen la penumbra azul de las once de la mañana. Un amigo me manda un video desde la ventana de un hotel en Lima adonde quedó varado por las medidas de seguridad que impone el control del virus. Las calles completamente vacías, custodiadas por militares. Un paisaje desolado que se vuelve espeluznante cada vez que el uniforme camuflado gris pasa delante de la cámara.

Ayer a la tarde, el brazo del Paraná que cruza por la aldea y que se llama Las Arañas, resplandecía en el día soleado. Las barrancas se desgranaban lentamente por efecto de la sequía persistente que hay en la región. En un momento hubo un gran desprendimiento, el bloque de tierra se oyó como una explosión fuerte y una nube de polvo descendió sobre el monte y hasta la orilla del río. Los pescadores de día de semana sacudieron las manos como para espantar el polvo y siguieron con lo suyo.

Vine aquí por primera vez hace unos meses, un año tal vez, para filmar un demo. El mundo era otro, sin virus, sin siquiera la sospecha de que algo así podía suceder. Es increíble cómo los escenarios pueden cambiar con tanta rapidez. Pienso que hace un año los dos amigos que se me murieron en los últimos meses estaban vivos. Con uno tendría todavía un encuentro más, tomaríamos cerveza, nos reiríamos, haríamos planes a futuro. Había un futuro para él que se abría como algo luminoso y plagado de buenas cosas. Con el otro hacía meses que no hablábamos y, aunque no lo supiera entonces, ya no tendríamos oportunidad de volver a vernos.

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Empezó a llover. Se descolgó el tiempo, otra expresión tan de acá. Por la puerta abierta veo caer la lluvia sobre la calle, justo enfrente hay una casa deshabitada, con una ventana tapiada con ladrillos y las otras dos con sus postigos marrones de herrumbre. Es exactamente igual a algunas casas viejas que había en mi pueblo cuando era chica y que ya no existen. Bajas, cuadradas, sin revoque. De las primeras décadas del siglo XX.

Hace un rato uno de los actores me contó que había encargado una torta alemana para llevarse a Buenos Aires. Otra vez la infancia: la Tita, la vecina de la casa donde me crié, hacía la famosa torta alemana. El actor me la describe como una torta seca con un crumble encima y un caramelo entre medio. Exactamente así aunque ninguno de los dos puede precisar de qué está hecho el crumble. Si me concentro creo que hasta podría recordar el sabor.

Ayer también me mostraron el altar de la chica muerta del pueblo. Todos los sitios, hasta los más minúsculos de este país, tienen su femicidio. El altarcito de Sandra es de cemento, rodeado de una reja bajita y tiene una jardín de flores artificiales desteñidas por el sol. También hay un retrato suyo y un par de placas con mensajes de amor de sus familiares. Sandra era un chica del campo pero trabajaba en la aldea. Se había separado del novio hacía poco. Él la persiguió a la salida del trabajo: ella en bicicleta y él en una moto. La mató a puñaladas y se escondió en el monte donde luego lo capturó la policía. Ahí donde quedó el cuerpo, hoy se levant