COLUMNISTAS
Todos tenemos razón

Deponer las verdades

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Situaciones. La cajera advertía: “¡Y esto yo lo vengo diciendo hace un montón!”. | cedoc

De la nada, porque de nada que recuerde veníamos hablando, el conductor del taxi preguntó: ¿Sabe cómo se arregla esto? No terminé de separar la mirada de la calle, de volver la cabeza desde la ventanilla hacia a él, cuando ya había decretado por su cuenta las acciones de necesidad y urgencia que resolverían para siempre todos los problemas de “este país”. Dijo así: “Este país”. Calor, primeros días de un año más, o menos, en fin, no entendí bien a qué se refería, de qué hablaba.

Me quedó, sí, la impresión, por el tono enérgico, autoritario de su voz, que el hombre pretendía hacer cumplir su implacable plan bajo Estado de Sitio, con el apoyo de las fuerzas armadas. “Pongale la firma que se acaba la joda”, concluyó.

Por sus ojos en el espejo retrovisor vi qué me esperaba. No dije nada. No dijo más. Miré otra vez hacia la calle. Tal como estamos, como vamos, pensé, ya va siendo hora de relajar, aliviar, evacuar los bajos instintos, deponer las supuestas verdades.

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Esa misma tarde, a la distancia social de una mujer en la caja del Coto, luego de una preocupación compartida entre ambas, clienta y cajera, tal vez por el aumento desmesurado en alguno de los productos, escuché a la cajera decirle a la clienta: ¿Sabe lo que hay que hacer acá? Mientras esperaba que terminara el intercambio de medidas que aprobaban entre ellas, revisé la lista de la compra. Eran pocas cosas. No olvidaba nada. Cuando volví a prestar atención, la cajera advertía: “¡Y esto yo lo vengo diciendo hace un montón!”. La clienta sonrió, pagó, llenó su bolsa, y se fue.

No era día de descuentos, salvo el diez por ciento de jubilado. No había elegido productos en oferta. No tenía tarjeta de la comunidad Coto. “Todo mal”, murmuré, sin dirigirme a nadie en particular. Nada. “¡Se están descuidando los precios cuidados, eh!”, agregué con intención. Nada. “Siempre lo mismo” dije, ahora sí de modo directo para dar pie a que la cajera me explicara también a mí “lo que hay que hacer acá”. Nada. Ni me miró. Tal vez no consideró que yo fuera una persona útil o necesaria para hacer algo por “este país”. Una verdad menos que escuchar, me consolé.

Al vapor húmedo, la noche se recalentaba de voces en la cocina del día. Molían datos en un mortero con gritos de madera. Dictaban sentencias definitivas, inapelables. Políticos, economistas, dirigentes sindicales, mujeres expertas, tipos con títulos, años en los cargos, todos unos capos a la vista del gil abrumado que se sienta, mira y escucha. En las redes sociales ardía al mismo tiempo la acidez con la que contestaban al toque cada cosa que decían en la tele. ¿Quién no tiene una verdad para oponer? ¿Quién no tiene un culpable a mano al que acusar?

Ya entregado, vencido, cuando poco a poco se me iba despegando el alma del cuerpo, decenas de bocas seguían relamiéndose en sus verdades delante de mis ojos cerrados. El primer impulso fue espantarlas a manotazos. Echarles Flit. Agobiado por el exceso, no podía conciliar el sueño. Sentía el sobrepeso. La grasa sobrante de las propias verdades consumidas más las ajenas acumuladas durante años. Me removía inquieto, como quien debe afrontar una cuota más al día siguiente, con el desasosiego propio de quien no sabe ya dónde conseguir recursos, en qué, en quién creer.

Pensé, al voleo, como sucede en la duermevela, que entre tantos días dedicados a conmemorar o festejar cualquier boludez, deberíamos declarar uno cualquiera como “el día en que todos tenemos razón”. Podemos elegir uno de esos que transcurren con resaca, morosos, sin ganas, sin motivo, sin necesidad, sin más que hacer que esperar. Un 1° de enero, ponele.

Gozando hasta agotar la vanidad de semejante licencia, ese día todos, por todos los medios, disfrutaríamos de poder decirnos unos a otros, convencidos: “cuando tenés razón, tenés razón”. Aún ante el más trivial, del tipo: “parece que este verano va a hacer mucho calor”, de inmediato alguien nos concedería su aprobación: “sabés que tenés razón, boludo”.

Al día siguiente, 2 de enero, ya sin razón, deberíamos aceptar que si esta miserable realidad es la única verdad es porque todas las demás fracasaron. Y hay que hacer algo si de verdad queremos cambiar.

*Periodista.