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Autoridad y densidad

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Equipo. “Ella intentará, quedarse con todo, inclusive con la idea ajena.” | cedoc

La Masacre de Ezeiza es, quizá, el hecho que mejor define la histórica disputa de poder hacia el interior del peronismo. Desde entonces, lo ocurrido ese día divide las aguas de un mar político e ideológico en el que se cruzan, entre otras corrientes, el sindicalismo tradicional, cierto nacionalismo católico, los defensores del socialismo nacional y núcleos policlasistas.

Hay una conocida fotografía que ilustra lo sucedido el 20 de junio de 1973. En la imagen se ve a un militante que es levantado de los pelos por quienes ocupan la parte superior del palco, lugar desde el cual debía hablar Juan Domingo Perón en su regreso al país. Al mismo tiempo, desde abajo de la estructura, un grupo jala de los pantalones al joven. En medio de la refriega, es un botín para unos y otros.

El sujeto es Juan José Rincón, por entonces secretario de Prensa de la Juventud Peronista de la República Argentina (JPRA) de Avellaneda. Años después, el protagonista –en aquel tiempo cercano a Herminio Iglesias– contará que su fracción, conocida como “Jotaperra”, era aliada de la Juventud Sindical Peronista (JSP). Ambas agrupaciones rivalizaban con la Juventud Peronista (JP) y la Juventud Trabajadora Peronista (JTP), que respondían a Montoneros.

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Desde el inicio de su mandato, Alberto Fernández es tironeado por las partes más visibles del “Frente de Todos”. El kirchnerismo duro, allí donde se aglutinan “La Cámpora”, algunos dirigentes de Derechos Humanos, legisladores, funcionarios, ex ministros investigados por corrupción, intelectuales y periodistas, le reclaman al jefe de Estado una prueba de pureza y obediencia. Ello supone un discurso confrontativo y binario. También le piden decisiones aleccionadoras en torno a empresas, medios de comunicación, figuras de la oposición, miembros del Poder Judicial, etc.

El otro elenco lo integran personas de extrema confianza presidencial. Con presunto talante moderado y presumibles anhelos de continuidad en la Casa Rosada. Por eso, tensando la paz intramuros, proclaman que el liderazgo del Alberto Fernández está fuera de discusión. Entretanto, el círculo decisorio hizo suyo el pronunciamiento del Estado Nacional ante la ONU sobre la violación de los Derechos Humanos en Venezuela y el pedido de elecciones libres en el país caribeño.

A lo anterior se sumaron dos cuestiones. Primero, la estrategia de consenso trazada con el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires ante la crisis sanitaria desatada por el Covid-19. Y segundo, el diálogo convocado por el Presidente para pensar la pospandemia. A la cita concurrieron dirigentes políticos, empresarios, sindicalistas, productores agropecuarios y banqueros.

Mirar hacia atrás ayuda a pensar. Con las saludables diferencias del caso, el presente de Alberto Fernández se asemeja, simbólicamente, al pasado de Juan José Rincón. Aquel joven fue sacado del palco de Ezeiza por un militante peronista de Quilmes al que apodaban “Caballo loco”. En Balcarce 50, en tanto, hay un mandatario zamarreado; un hombre transformado en una suerte de trofeo para quienes pugnan subrepticiamente por el control del gobierno nacional.

En este marco, se impone un enfoque institucional, republicano. Mientras algunos sectores repiten que Cristina Fernández es la única dueña de los votos obtenidos por el oficialismo en 2019, el entorno presidencial aclara que el poder lo ejerce quien ocupa el sillón de Rivadavia. A su turno, parte de la oposición (tal vez la más antikirchnerista) habla de “rescatar” a Alberto Fernández de las garras de la vicepresidenta. En algún punto, todos contribuyen a que la sociedad ponga en tela de juicio la autoridad de quién desempeña el Poder Ejecutivo. Y cuando tal cosa ocurre la democracia pierde densidad. Eso es peligroso.

 

*Lic. Comunicación Social. (UNLP). Periodista.