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After Chabones

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El Flaco Spadavecchia me hizo prestarle atención a Sumo. Me contó una noche que había visto a una banda extraordinaria con un cantante calvo que estaba pasado de rosca. Me acuerdo que me dijo que los había visto en un local nocturno de la avenida Córdoba, pero cuando le pedía precisiones era vago. A veces me decía un nombre, me explicaba que quedaba cerca de la zona de las facultades, y otras veces me decía que era un teatro chiquito, cerca de Colegiales, ahí donde Córdoba se hace ínfima antes de cambiar de nombre. El describía el show con una paciencia saeriana. Pero yo todavía no había leído a Saer y él tampoco. No sé si alguna vez lo leyó.

Después de escucharlo contar una y otra vez ese bandito evento, compré Divididos por la felicidad. Creo que Sumo era una banda que tenía que ser escuchada en vivo, que los discos eran buenos pero que no captaban por completo la experiencia de verlos en acción. Los temas se alargaban, mutaban, eran zapadas. Eso comprobé cuando finalmente los vi en el Fénix de Flores.

Pasaron los años y me encontré con el flaco por la calle. Hacía mucho que no lo veía. Nos fuimos a tomar un café y en un momento me dijo: “Quiero decirte una cosa. Nunca vi a Sumo en vivo”. Me reí. Le dije que me importaba poco, que no iba a renunciar a la experiencia del show relatado por él solo porque fuera un invento. Como los replicantes de Blade Runner, la gente vive también de recuerdos implantados, con la única diferencia de que ellos son los que los generan de manera consciente.

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Me acordé de Spadavecchia porque estuve leyendo un libro que se llama 10 discos del rock nacional presentados por 10 escritores”, editado por Paidós. Hay varios y disímiles ensayos. El de Matías Serra Bradford sobre el disco After Chabón, de Sumo, es brillante. El comienzo me tomó del cuello y ya no pude parar: “Pasé por la casa de mi madre a buscar un viejo abrigo que yo creía perdido y ella encontró tirado en el fondo de un placard de lo que fue mi cuarto y es hoy el cuarto de nadie. Un sobretodo para inviernos polares, pesado como un muerto, que compré por centavos en una feria dominical en una diminuta ciudad extranjera y que llevé puesto durante años, casi las cuatro estaciones. De segunda mano, con el olor de su antiguo dueño, un olor que mi obstinado uso no le quitó y que, animal fiel, todavía preserva. Un olor agradable, como el de un familiar querido que envejeció bien”.