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A él le gustaba acá

El libro recoge una gran colección de anécdotas, pero se vuelve fascinante por dos misterios que deja abiertos.

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Federico Manuel Peralta Ramos González Balcarce Bengolea (1939-1992) fue un artista conceptual y muchas otras cosas: hijo conflictivo de una familia patricia, miembro de la farándula porteña, participante de los célebres programas de Tato Bores, ganador de una beca Guggenheim que gastó de manera heterodoxa, vendedor de un buzón, autor de poemas, canciones y frases célebres, la más recordada de las cuales tal vez sea la que dice: “Soy un pedazo de atmósfera”. FMPR era un flaco rubio del Cardenal Newman que jugaba al polo y estudiaba Arquitectura, hasta que un día se convirtió en artista, empezó a engordar, a prescindir del dinero y a vivir de la módica asignación mensual que le pasaba su padre, un famoso arquitecto. Durante tres décadas, Peralta Ramos deambuló diariamente por algunos bares representativos de la bohemia y la pituquería porteñas (La Rambla, La Biela, el café de la Galería del Este, el Florida Garden, el BarObar). También le quedó tiempo para concurrir a cabarets y galerías de arte. Doy fe de que si alguien transitaba por ese barrio en los 60 o los 70 se encontraba indefectiblemente con Peralta Ramos o con Borges (FMPR y JLB también se encontraban entre sí).

De FMPR se ocupa Del infinito al bife, una colección de testimonios recogidos por Esteban Feune de Colombi que acaba de publicar Caja Negra. Es un trabajo notable en amplitud (aparecen cerca de doscientos entrevistados) y en profundidad, porque logra un retrato convincente de un personaje complejo y contradictorio, ubicado en la intersección de los submundos de las artes visuales, la noche y los medios. Todos parecían conocer a FMPR (desde Monzón a Pappo) y la mayoría lo amaba. Son escasos los testimonios negativos, aunque había quienes lo tenían por un cajetilla que abusaba de su linaje y sus recursos. Aunque entre los testigos hay demasiados apellidos dobles, la aristocracia de Federico tenía más que ver con su actitud que con su origen: era un performer permanente y cordial que transmitía una bonhomía y una caballerosidad reconfortantes.

El libro recoge una gran colección de anécdotas, algunas legendarias, pero se vuelve fascinante por dos misterios que deja abiertos. Uno es que la intimidad de FMPR, tan aparentemente expuesta, era más bien secreta: en particular, no es posible tener una idea definitiva de su condición psíquica ni de sus preferencias sexuales. El otro, más curioso aun, es su valor como artista. Los pasajes más interesantes de Del infierno al bife sugieren que su estilo caracterizado por una astuta precariedad fue el de un visionario, un adelantado a su época al que acaso perjudicó su lema “a mí me gusta acá”, es decir, su negativa a salir de Buenos Aires. Aunque tal vez eso haya sido lo que le permitió conservar la coherencia frente al mercado internacional del arte y lograr hoy un creciente reconocimiento póstumo. En particular, si uno sigue en el libro las intervenciones de Carlos Alvarez Insúa descubre una curiosa interpretación de vida y obra que culmina sugiriendo que Peralta Ramos fue un precursor de la web. En otro pasaje notable, Claudio Iglesias afirma que el secreto objetivo de FMPR fue el de “unir los fragmentos de una sociedad quebrada”, aunque no en nuestra común guaranguería sino en la empatía del artista con cada uno de sus conciudadanos. 

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