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El legado de la Reforma que se celebra dentro del aula

El acceso a los estudios superiores de los sectores más desfavorables, el avance social como motor del desarrollo, el ideal científico y la educación universal son algunas de las demandas alcanzadas.

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Universidad | Cedoc

A cien años de la Reforma Universitaria de 1918 es imprescindible recordar el famoso texto de Deodoro Roca presentado por los reformistas cordobeses con el título de Manifiesto Liminar. El telón de fondo de la Reforma estuvo marcado por una profunda crisis de la identidad nacional. Luego del desastre de la Primera Guerra Mundial, Europa dejaba de ser un referente indiscutible para la Argentina y la Revolución Rusa de 1917 era percibida como un soplo de aire fresco en el marco de una creciente incertidumbre. En el plano de las ideas también era un momento de ebullición. Un nuevo idealismo aparecía como una salida frente al positivismo y al materialismo que habían predominado en la Argentina en la segunda mitad del siglo XIX. El sistema social y cultural subyacente al período de la Organización Nacional y a la llamada Generación del 80, que durante décadas había logrado cierta estabilidad, crujía. En ese escenario, personalidades como Joaquín V. González y Ricardo Rojas buscaban superar la que ellos consideraban una falsa dicotomía entre civilización “europea” y barbarie “americana”. La salida que proponían era una renovación del sentido de una cultura nacional y latinoamericana como fuente de una nueva civilización. Y fueron las nuevas clases medias urbanas, representadas por los reformistas de la Universidad de Córdoba, las que encabezaron en la práctica esta ruptura y este renovado ideal cultural.

Unión. Uno de los ejes de la Reforma fue la democratización de la Universidad en el marco de un proceso social más amplio que buscaba democratizar la sociedad frente a una elite conservadora que manejaba los resortes del Estado. Este movimiento procuró unir la Universidad con la democracia buscando su autonomía académica y un gobierno universitario que fuera el resultado de elecciones libres. Un paso fundamental en esta democratización fue la ampliación del acceso al conocimiento que permitió a sectores medios urbanos comenzar a imaginar la posibilidad de obtener un título universitario. Si bien el legado que nos dejó la Reforma es indiscutible, transcurridos cien años del Manifiesto los reformistas de entonces parecen todavía señalarnos muchas cuestiones hasta ahora nunca resueltas.

Por ejemplo, su lucha por el acceso universal a la educación universitaria nos cuestiona acerca del por qué aún resta incorporar a la Universidad a los quintiles más pobres de la sociedad. Aunque existen avances a través de políticas de becas es indudable que resta generar procesos y dispositivos para que miles de jóvenes de primera generación de universitarios puedan no ya cursar algunas materias en la Universidad, sino sostener y concluir sus trayectorias universitarias.

Relación profesor-estudiante. Otro valioso aporte de los reformistas fue su enfoque personalista de la educación que ponía en el centro de la enseñanza universitaria la relación profesor-estudiante. De hecho, el Manifiesto sostiene que “si no existe una vinculación espiritual entre el que enseña y el que aprende, toda enseñanza es hostil y de consiguiente infecunda. Toda la educación es una larga obra de amor a los que aprenden.” En este punto los reformistas nos señalan así con claridad el déficit pedagógico de nuestro sistema universitario. La masificación de la educación superior por la que lucharon aquellos estudiantes y profesores no puede ser una excusa para la despersonalización de la enseñanza o la falta de vinculación entre el profesor y el estudiante. Masificación no es sinónimo de profesores lejanos o alumnos anónimos. Este es un desafío que trasciende nuestra frontera y exige mucha creatividad para abordarlo.

Los reformistas criticaron también los dogmatismos y señalaron con vehemencia que la Universidad debe ser la casa de la Ciencia (con mayúscula como escribió Deodoro). Esto que puede interpretarse como una obviedad no lo es. La Universidad se ha apartado muchas veces de su ideal científico. Todos conocemos las consecuencias nefastas de los regímenes militares para la Universidad en este aspecto. La Ciencia debe ser uno de los criterios normativos inclaudicables en las universidades. Me pregunto en qué medida las autoridades de las mismas evalúan sus políticas teniendo en cuenta si éstas favorecen la producción y difusión de la ciencia en la comunidad universitaria y en la sociedad. El peligro es que si la Universidad no se aferra fuertemente a este imprescindible ideal científico, muy rápidamente otros objetivos terminan inevitablemente ocupando la agenda de la toma de decisiones universitarias. En el momento en que esto último ocurre nos alejamos de las máximas del Manifiesto Liminar. En este punto, cada Universidad se debe una profunda autoevaluación.

Claridad. Por último, los reformistas nos recuerdan que las universidades son, en buena medida, el producto de las sociedades en que se encuentran. Las universidades –sostenían– “han llegado a ser así el fiel reflejo de estas sociedades decadentes que se empeñan en ofrecer el triste espectáculo de una inmovilidad senil.”

Sin embargo, a pesar de estas críticas, tanto el ideario como el accionar de los reformistas fueron posibles porque surgieron de la misma Universidad que cuestionaron. De hecho, entendieron con claridad que solo desde un fuerte y desarrollado espacio universitario es posible “revolucionar las conciencias”. Ni por un segundo dudaron de la capacidad transformadora de la Universidad. En tal sentido, frente a ciertas voces críticas de las Universidades centradas únicamente en su costo económico, me pregunto si no es necesario también evaluar cuál sería el costo de la ignorancia que una Universidad disminuida o recortada acarrearía para la sociedad. n

*Profesor UCA.