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Tradición socialista

El muerto eterno: una visita al mausoleo de Mao

Cada día, miles de chinos provincianos veneran al cuerpo embalsamado del histórico líder en la plaza de Tiananmén. El culto al “Gran Timonel” simboliza la ambigua relación de China con su pasado.

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En China, visitar la zona de Tiananmén al menos una vez en la vida es un mandato cultural. | F. F. B.

Desde Beijing

La señora Bao Yulan jamás había conversado con un occidental: ésta es su primera vez. Está a punto de ver el cuerpo embalsamado de Mao Zedong y no parece muy conmovida, aunque para eso viajó más de 1.500 kilómetros desde su pueblo natal en la provincia de Gansu, en el noroeste rural de China, donde no hay plazas gigantes como Tiananmén ni mucho menos extranjeros con los ojos redondeados. A la señora Bao le interesa más sacarse una selfie con un periodista de un país ignoto que hablar sobre el camarada Mao, su legado político y su mausoleo. “¿Si me sacás una foto la van a ver en toda la Argentina?”, quiere saber.

Cabe aclarar: todo lo que dicen la señora Bao y los demás visitantes es, en realidad, lo que un traductor voluntarioso dice que dicen. Acá nadie habla español, ni siquiera inglés. Algunos apenas conocen el hanyu, el chino mandarín, lengua oficial que se parece poco o nada a los casi trescientos dialectos del interior del país que aún resisten el pulso modernizador de Beijing.

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La señora Bao habla poco pero, cuando finalmente lo hace, dice que tiene 76 años y que nunca antes había venido a la ciudad capital. No quería morirse sin hacerlo. En China, visitar la zona de  Tiananmén al menos una vez en la vida es un mandato cultural. Y más para alguien que vivió todos los éxitos y fracasos del maoísmo: la victoria revolucionaria de 1949, el Gran Salto Adelante, el colapso de la Revolución Cultural. “Fueron años muy pobres –recuerda–. Hoy Mao estaría feliz de ver el desarrollo económico de nuestro país. Ahora hay bienestar para los chinos”.

La señora Bao responde lo que uno espera que cualquier chino responda sobre Mao: lo que les enseñan en la escuela. Mao es uno de esos próceres tardíos que pocos discuten, pese a que el Partido Comunista ha señalado oficialmente sus “graves errores”. Un San Martín oriental, socialista y del siglo XX. “Para mí, el presidente Mao tiene un significado muy profundo –dice la señora Bao, a quien de pronto sí parece importarle la conversación y lo que vaya a publicarse de ella–. Fue el gran libertador de China. Sin él, nuestra república popular no existiría”.

Ad eternum. El mausoleo de Mao es un tremendo bloque de piedra gris de cincuenta metros de alto, soviético por donde se lo mire. Domina el sur de Tiananmén, la plaza más grande del mundo, destino diario para miles de visitantes, a la que cualquier turista asocia hoy con la famosa masacre estudiantil de 1989. Pero de eso en China no se habla.

Poco antes de morir en 1976, Mao pidió que cremaran su cadáver. Pero, con el beneplácito de su viuda Jiang Qing, la conducción del Partido desoyó sus deseos y lo embalsamó para la posteridad, a tenor de la costumbre socialista que la Unión Soviética y Vietnam habían inaugurado con los cuerpos de Vladimir Lenin y Ho Chí Minh. Se dice que el proceso inicial de preservación del cadáver fue bastante desastroso. El médico personal de Mao, el doctor Li Zhisui, recuerda en sus memorias que le inyectaron tanto formol que la cara “se le hinchó como una pelota de fútbol” hasta configurar un “cuadro calamitoso”. Según Li, el peor error fue la demora en extraerle los órganos vitales. Es que nadie había planificado qué hacer si el “Venerado Presidente” moría.

El cuerpo se preservó como se pudo. Desde 1977, los restos de Mao se conservan mediante una técnica de temperatura y humedad controladas, sobre la que casi no existe información oficial. Apenas se sabe que, al final de cada exhibición al público, el cadáver se pinta con un líquido protector especial y se guarda en un contenedor frío. Así es como Mao lleva más de cuatro décadas exhibido en un sarcófago de cristal.

Propios y ajenos. El mausoleo abre sus puertas tres horas al día, suficientes para que circulen por aquí miles de personas. Hay extranjeros, pero sobre todo, chinos. En el acceso principal, cuatro guardias vociferan que no se puede ingresar con bolsos ni cámaras de fotos ni nada que no quepa en los bolsillos. Los controles públicos en Tiananmén son estrictos aunque desiguales: rara vez un policía cachea a un occidental. A los chinos provincianos, en cambio, les hacen sentir el rigor.

En la fila para entrar, que en promedio dura cerca de una hora, el sol de junio ya parte al medio. Beijing es una megaciudad en pleno desierto. La piel se seca y el pelo quema. Cada chino tiene su paraguas o sombrero. Con eso sí que los guardias no tienen problemas: los accesorios para hacer sombra son casi una extensión de las personas.

Luego de los controles policiales, los visitantes se detienen a comprar flores ju hua en dos puestitos que hay a los pies de la gran escalinata. Son unas flores blancas y espigadas que los chinos usan para honrar a sus muertos, y que se venden a tres yuanes la unidad. Los vendedores reparten ramos a mansalva y se enojan con los occidentales curiosos: “No photo, no photo”.

A decir verdad, acá casi todos miran un poco torcido a los extranjeros. Por lo menos diez chinos se negaron amable o toscamente a responder preguntas sobre por qué vinieron a ver a Mao, qué significa él para ellos, por qué le traen flores. “No te aflijas, es parte de la idiosincrasia china”, alienta Patricio, el traductor. “Acá se desconfía de los desconocidos. No nos gusta hablar con cualquiera, y menos si es para dar opiniones políticas”.

Una vez arriba, en la explanada que conduce al primer hall del mausoleo, la gente guarda silencio absoluto. Para los que no saben leer chino, no queda claro si algún cartel exige callarse la boca o si entre los peregrinos rige algún tipo de código implícito de veneración a Mao, pero lo cierto es que no se escucha ni un chistido.

Una estatua inmensa del líder, tan gris como el propio mausoleo, recibe a los visitantes en esa primera sala interior. Niños y ancianos se prosternan como si el mismísimo Mao estuviera aquí presente. Y dejan las flores que compraron hace un minuto en una caja de madera lista para el gesto de respeto. Cientos y cientos de flores igualitas que, con toda probabilidad, por la tarde regresarán a los puestos de venta para volver a servir en el pequeño homenaje hasta que se pudran.

El Gran Timonel. Mao Zedong es naranja. El reflejo de las luces sobre la película del líquido que protege su rostro produce un efecto visual que resulta, como mínimo, llamativo. La cara regordeta y anaranjada es lo único que tiene al descubierto. Se parece mucho a un muñeco de cera. Una bandera roja con la hoz y el martillo del Partido Comunista tapa el resto del cadáver. Dicen que Mao medía 1,75 metros. Visto así, en posición horizontal y en una caja de vidrio, parece más petiso.

Si hay algo que define lo que Mao significa para los chinos que vienen a verlo, es la desproporción entre la fila larguísima que tienen que hacer y el tiempo que se les permite contemplar el cuerpo. El segundo hall, contiguo al de la estatua, es un espacio donde apenas caben el sarcófago y un pasillito por el que circulan los visitantes. Dos soldados formados custodian a Mao y otros dos apuran a la gente. Está prohibido frenar el paso. Ni hablar de sacar fotos. Con suerte, son diez segundos de contacto visual con el “Gran Timonel”. Pero qué diez segundos: la sala está dispuesta de tal forma que apenas un metro separa a Mao de su pueblo.

Ayer y hoy. A la salida, en la parte trasera del edificio, varios puestos de merchandising maoísta esperan a los peregrinos. Cuadros de Mao, estatuillas de Mao, relojes de Mao, tazas de Mao, collares de Mao, lapiceras de Mao, encendedores de Mao. El contraste entre el adentro y el afuera del mausoleo es una buena síntesis de la manera en que China se entiende hoy con su pasado. Adentro, el gran líder socialista bajo custodia, preservado y eterno. Afuera, el mercado y el afán de consumo sin complejos, como si la revolución contra el capital hubiera sido en otra vida.

Otra vez bajo el sol de Tiananmén, el fenotipo occidental vuelve a llamar la atención de los chinos. El que se acerca ahora a pedir una selfie es el señor Wu, de 80 años, nativo de la provincia de Jiangxi. A cambio de la foto acepta contestar una –solo una– pregunta.

—¿Usted prefiere la China de Mao o la China de hoy?

—En la época de Mao había pobreza, sí, pero vivíamos más tranquilos. Ahora tenemos desarrollo económico, tecnología y todas esas cosas. Pero las personas pierden cada vez más la paciencia.