ELOBSERVADOR
polemica en un año mundialista

Del fútbol y la política, o sobre cómo el deseo puede cambiar la teoría

El autor cuestiona la idea de que hay línea directa entre triunfos deportivos y humor social. Admite que el vínculo entre poder y deporte es innegable, pero lo define como tortuoso y hasta infame: no habrá helicóptero si Argentina no sale campeón, ni 2019 asegurado gracias a los goles de Messi. Previene contra el exitismo y el machismo.

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Proximidad. Daniel Angelici es un hombre de confianza de Mauricio Macri. | cedoc

Digámoslo de una vez, aunque no sea ni la primera ni la última: las relaciones entre el deporte y la política son complejas, tortuosas, hasta infames. Pero no son causales. No hay un solo caso en la historia del deporte en esta galaxia que permita afirmar alguna relación entre el éxito o el fracaso deportivo y el éxito o el fracaso político. (Esto tiene una regla paralela, que no vamos a desarrollar aquí: el deporte no refleja la sociedad –y un corolario: lo de que “se juega como se vive” es una linda frase para una remera o para un periodista de Fox Sports, pero no tiene ningún asidero sociológico.)

Que esas relaciones sean complejas, entonces, no quiere decir que no existan: la idea de un deporte apolítico es, nuevamente, una ilusión que ya nadie puede sostener con alguna dignidad, aunque no falte cada tanto algún salame que reclame que: “No (se) mezclen deporte y política”. Lo lamento: ya están mezclados, siempre estuvieron mezclados y es muy tarde para des-mezclarlos. Complejidad –e infamia, no lo olvidemos, en muchos casos– significa que son campos distintos y con bastante autonomía cada uno –entre sí y con respecto a otros campos de lo social. (No estoy haciendo acá una versión breve de las teorías del sociólogo francés Pierre Bourdieu, pero algo de eso hay.) La autonomía no excluye la relación, como sabe cualquier lector atento de las andanzas de Mauricio Macri, Daniel Angelici y el Chiqui Tapia o de los cantos de la hinchada de San Lorenzo. La cuestión clave es cuál y cómo es esa relación.

Cada cuatro años esta discusión se exaspera, porque la mera posibilidad –hoy, profundamente distante– de un éxito mundialista en el fútbol despierta y agita las fantasías más calenturientas. Hace varios meses que los columnistas políticos criollos vienen anunciando, por ejemplo, que el tratamiento de la reforma laboral o el inicio de los presuntos planes de ajuste van a esperar al Mundial o al pos Mundial. Lo que aletea por debajo es una doble idea: que el Mundial distrae, la primera; que el éxito deportivo aliena, la segunda. Cualquier afirmación en esta dirección revela una ignorancia mayúscula: y no de la teoría sociológica, sino de la historia del deporte en su relación con la política.

Podemos pasar una revista larga y amplia: del fútbol o de otros deportes, como podríamos ejemplificar con el caso de los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936 y la celebración de la superioridad aria frustrada por el estrellato del afroamericano Jesse Owens. Como supongo que nadie discutirá, Hitler no llegó al poder gracias a los Juegos ni lo perdió por las cuatro medallas doradas de Owens. Así podríamos acumular ejemplos locales e internacionales: la dictadura no duró más gracias al éxito de 1978 (ese ejemplo habla más de otras vergüenzas que de éxitos políticos) ni cayó por la derrota de 1982 –o sí, pero no por la derrota futbolística sino por la militar. Berlusconi no llegó al poder en Italia gracias a los éxitos del Milan, ni cayó por culpa del gol del Turco Asad en la Final Intercontinental de 1994. Getulio Vargas no se suicidó por culpa del Maracanazo; Alfonsín perdió las elecciones provinciales y parlamentarias de 1987, un año después del Maradonazo de 1986. La disolución de Yugoslavia no fue causada por los innumerables combates entre las hinchadas del Estrella Roja de Belgrado y el Dínamo de Zagrev –que se mataban aún cuando vivía Tito. La Guerra del Fútbol de 1969 entre Honduras y El Salvador no fue causada por el fútbol, sino por un siglo de disputas prefutbolísticas y mucho más ligadas a la posesión de la tierra que a un penal mal cobrado. Macri no ganó la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires gracias a los éxitos deportivos de Boca –peor: perdió la primera elección en 2003, el año en que Boca ganó todo. El kirchnerismo no cayó luego del papelón sudafricano de 2010: antes bien, un año después sacó el famoso 54%. Una interpretación causalista adjudicaría la derrota de Scioli a la de la selección argentina en 2014: incluso, podríamos decir que perdió por tan poco porque la derrota contra Alemania fue por 1 a 0 y en suplementario. Por supuesto, solo puede ser dicho en chiste –y es malo, para colmo.

Duhalde, el Mundial y el corralito. El mejor ejemplo que contradice las interpretaciones causalistas es el del Mundial de 2002, que presenté en mi viejo libro Fútbol y Patria. Como todos recordarán, el equipo argentino era el principal favorito a ganar esa Copa, simultánea con la mayor crisis económica, política y social de la historia local. Se supo que el entonces gobernador santafesino Reutemann, en una reunión con el entonces presidente Duhalde, pidió encarecidamente solucionar “lo del corralito”, porque, sigo citando, “si nos eliminan del Mundial y encima no arreglamos lo del corralito es imprevisible lo que puede pasar en el país”. Ante la eliminación, digamos, la reacción conjunta de piqueteros desbordados y ahorristas indignados, soliviantados por la acción todopoderosa del fútbol, concluiría en la inevitable revolución social, en el linchamiento de la clase política en la Plaza de Mayo. Como todos sabrán, la Argentina fue eliminada en primera ronda, pero no se instauró el socialismo. A la inversa: una contraprofecía afirmaba que un éxito significaría la solución de todos los problemas y la reconciliación de los ahorristas con los banqueros. Marcelo Bielsa nos impidió contemplar ese milagro sociológico y tener que, por eso, reescribir toda la biblioteca.

No existe esa relación causal.

Lo que sí está demostrado, en cambio y largamente, es que la clase política ­–y los dictadores, claro– creen en ella como si existiera y fuera indiscutible. Vuelvo al ejemplo del Mundial 78: no está probado, no puede probarse, que el éxito significara ganancia de consenso social y distracción popular; pero sí está probado que la dictadura creyó que el Mundial le garantizaba consenso social y distracción popular, y actuó con esa convicción –especialmente, el día del partido con Perú. Insisto: que ciertos actores, con cierto poder, crean que hay relación causal no significa que ésta exista. Significa que lo creen, que suelen ser ignorantes de la historia, que leen (o hacen) mal las encuestas, que desprecian profundamente a sus dirigidos, y también que actúan en consecuencia.

Pan y rabonas. Porque la otra pata es la creencia que citamos antes: que el deporte distrae y aliena. No vamos a hacer aquí una teoría de la alienación, aunque no estaría mal volver sobre ella. Pero, por lo menos, aceptemos que las teorías de la manipulación y la alienación siempre se dirigen sobre otros, nunca sobre nosotros, que somos demasiado inteligentes para ser alienados o manipulados. Por ende, la hipótesis de la manipulación popular mediante el deporte es siempre burguesa, porque los manipulados son siempre los pobres de espíritu –o las víctimas del clientelismo, para usar otra categoría afín. Nuevamente por ende, todo el que supone la posibilidad de manipular las conductas o los votos mediante un éxito deportivo –o el viejo panem et circenses– parte de un supuesto profundamente antidemocrático: que sus dirigidos, electores o votantes son un hato de borregos.

Antidemocrático y pitocéntrico. Todas esas especulaciones olvidan también que el fútbol, aún cuando en los mundiales amplían su público especialmente entre los públicos femeninos, sigue siendo un espacio exasperadamente masculino, ideado, administrado, ejecutado, narrado y comentado por tipos –sin repetir y sin soplar: cuántas relatoras van a poner Canal 7 y TyC Sports para la Copa. En consecuencia, cualquier organización de la opinión pública a partir de un fenómeno futbolístico es una interpretación machista sin remedio.

Y sin embargo, permítanme una última idea: a esta altura, son muchos los que creen en esa relación de causalidad increíble, insostenible e indemostrable. De todos los pliegues, layas y pelajes: los hay kirchneristas sunnitas, que sueñan con una catástrofe en primera rueda que cause la huida final en el helicóptero; los hay macristas, que sueñan con Macri entregando la Copa a Messi y con Antonia presidenta en 2030. Lo creen tres cuartas partes de los periodistas políticos, el 95% de los periodistas deportivos, el  100% de los periodistas de chismes; lo cree, incluso, Mirtha Legrand. Lo cree, seguramente, más de la mitad de la población. Son tantos los que creen en esto, que a veces temo que la creencia reemplace a la teoría; que el deseo transforme la empiria, digamos. Pero no lo lograrán: aunque el batifondo de las publicidades premundialistas y el gemido de los analistas políticos y deportivos intente nublarnos el cerebro, seguimos fiel a lo que sabemos, hasta que se nos demuestre lo contrario. El fútbol tiene mucho de creencia, pero la historia es la historia y la sociología es la sociología. Mal que pese, algo un poco más riguroso y científico que las opiniones de Martín Liberman.

* Doctor en Sociología, profesor de la UBA e Investigador Principal del Conicet. Se acaba de publicar en México su Historia Mínima del Fútbol en América Latina.