DOMINGO
Defensa del legado de un mes que cambió el siglo XX

La herencia del 68

Nacido en 2008 como un ensayo para “explicarle” a Nicolas Sarkozy la importancia de la revuelta de medio siglo atrás, Mayo del 68, escrito por el filósofo André Glucksmann y su hijo Raphaël, es retomado diez años después con el objeto de demostrar cómo, a pesar de que el mundo ha cambiado considerablemente desde entonces, sigue vigente aún el sentido de las protestas que se extendieron desde París a muchos países.

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El Mayo del 68 permitió enormes progresos a cada uno de nosotros, en cuanto individuos. | #joaquintemes

Nos guste o no, todos somos hijos del 68. Y como todos los hijos, tenemos el derecho, incluso el deber, de cuestionar el legado recibido, de elegir lo que queremos hacer con él, de decidir con qué nos quedamos y qué rechazamos. Sin jugar a ser guardianes de museo. Ni cazadores de brujas.

Hace más de diez años, cuando surgió la idea de este libro a dos voces, una gran ofensiva reaccionaria pretendía convertir el “bonito mes de mayo” en la madre de todas las catástrofes. Como si todo lo que no funcionaba en nuestras sociedades occidentales tuviera su origen en él: la crisis de la autoridad, el desmoronamiento de las estructuras colectivas tradicionales, la pérdida de los puntos de referencia identitarios, la afirmación del individualismo, el poco respeto de los alumnos por sus profesores y de los hijos por sus padres, los errores de la democracia representativa...

El 68 se había convertido en el coco al que apelaba la nueva derecha europea para desacreditar toda forma de progresismo y asentar su supremacía en un ámbito metapolítico que la izquierda intelectual, áfona y átona, había abandonado hacía mucho tiempo.

Para nosotros se trataba de responder a esa ofensiva. Lo que pretendíamos, tanto el uno como el otro, no era salvar un ícono ni enderezar un tótem, sino entender lo que seguía interpelándonos de aquel famoso “espíritu del Mayo”. Teniendo en cuenta el tiempo transcurrido y los intereses de nuestras respectivas generaciones. Negar el patriarcado, rechazar la mentalidad pueblerina, transgredir polvorientos tabúes morales y emanciparnos de dogmas marxistas-leninistas o conservadores son rupturas que nos hicieron infinitamente más libres. Y la cantinela del “Antes era mejor” nos parecía a los dos tan tonta como peligrosa. Estaréis de acuerdo con nosotros en que resulta bastante pasmoso ver que jóvenes franceses añoran en 2018 una época en la que las chicas abortaban en los lavabos del instituto y la policía lanzaba al Sena a los árabes.

Siento la necesidad, tanto hoy como hace diez años, de defender los derechos y las libertades que nos legó el 68, de repetir hasta qué punto es preferible vivir en una sociedad en la que los homosexuales pueden casarse en un mundo que los condenaba a esconderse, en un país en el que las mujeres ocupan el espacio público, y en una nación que las relegaba a las tareas domésticas, en ciudades en las que conviven colores y culturas que en espacios encerrados en sí mismos y en sus fantasías monocromas... Y sin embargo, aún más que hace diez años, siento la necesidad de cuestionar ese legado. Aunque no dejo de hacerme preguntas y este libro debería poder seguir enriqueciéndose, escribiéndose, mi padre ya no está aquí para dialogar conmigo. Por lo tanto, sigo discutiendo en solitario de lo que nos une y de lo que nos diferencia.

Su generación tuvo razón, su labor histórica consistió en destruir los viejos mitos nacionalistas o comunistas que encerraban las conciencias y los pensamientos, en romper las antiguas reglas que obstaculizaban los cuerpos y los deseos. Pero cuando deconstruimos un mito, ¿no debemos después escribir un relato común? Cuando pulverizamos un yugo, ¿no debemos a continuación refundar estructuras colectivas en las que inscribir de nuevo nuestras individualidades emancipadas? No lo hicieron. Y nosotros, los hijos del 68, nacimos en una especie de vacío.

Sentimos una carencia, y esa carencia es lo que no dejo de analizar para que no nos engulla. Para que no nos lleve a rechazar nuestras libertades por miedo a la soledad. No se trata de quejarse ni de repartir culpas. Sería inútil e injusto. Se trata simplemente de entender que no partimos del mismo lugar, que no hablamos desde el mismo lugar. Nuestros padres nacieron en un mundo saturado de sentido, de dogmas, de memoria y de historia. Por lo tanto, para poder respirar tenían que trabajar sin descanso en la emancipación de los individuos, en afirmar los derechos del presente. Su papel fue romper cadenas.

Pero nosotros vivimos en un universo sin ideología, casi sin sentido y sin sustancia, sumido en la inmediatez. Privado de horizonte común en el que recolocar nuestras libertades actuales. Y por lo tanto, para que también nosotros respiremos, tenemos que trabajar para volver a inscribir a los individuos en perspectivas colectivas, el instante en el tiempo a largo plazo. Ya no solo romper cadenas, sino volver a enlazarlas.

Nuestros caminos divergen porque, aunque queremos lo mismo (una vida justa y libre en una sociedad en la que se pueda respirar), avanzamos desde dos puntos diferentes, incluso opuestos. Hacia dos destinos distintos. Aunque los mueva el mismo interés humanista. Hoy lo siento con más fuerza aún que hace diez años. La crisis política, social y filosófica en la que se empantanan las democracias liberales me ha hecho reflexionar, evolucionar y cambiar.

El Mayo del 68 permitió enormes progresos a cada uno de nosotros, en cuanto individuos. Los progresos de mañana serán más colectivos que individuales, y tendrán más que ver con el ciudadano que con el hombre. Están por inventar.

Recibimos el legado de la libertad. Nos corresponde a nosotros hacer de ella algo más que la búsqueda frenética del bienestar personal.

Este libro nació el 29 de abril de 2007, en el polideportivo de Bercy. Durante el último mitin electoral de Nicolas Sarkozy surgió el fantasma de un pasado que creíamos enterrado, al estilo de los crímenes olvidados de la serie Cold Case: cuarenta años después, el caso 68 se ha reabierto con estrépito y se impone como la última escisión de las presidenciales.

Sin embargo, Francia y el mundo han cambiado mucho desde los famosos “sucesos de Mayo”. El gaullismo y el comunismo ya no dominan el pensamiento ni la escena política, cayeron el Muro de Berlín y las Torres Gemelas de Manhattan, se acabó la Guerra Fría y las guerras calientes del poscomunismo tomaron el relevo, un terrorismo nihilista amenaza por todas partes, el sida golpea el planeta, la Europa democrática se ha reunificado en parte, dos genocidios –en Camboya y Ruanda– han venido a engrosar las cuentas de una humanidad incorregible, el euro ha sustituido al franco, la izquierda tomó el poder y después lo perdió, los antiguos revolucionarios se han sosegado, la interrupción voluntaria del embarazo, la píldora abortiva y el pacto civil de solidaridad son logros hoy ya consensuados... El siglo XX ha muerto, un nuevo milenio ha comenzado. ¿Qué actualidad tiene el 68 en 2007?

En la segunda de sus Consideraciones intempestivas, Nietzsche opone a la “historia de anticuario” de los archivistas, inútiles coleccionistas de polvo, y a la “historia monumental” de los constructores de palacios, adoradores estériles de tumbas pomposamente vacías, una “historia crítica”, tribunal iconoclasta donde el olvido, inquisidor implacable del tiempo presente, juzga, selecciona, piensa, condena o redime un pasado dislocado.

No queremos rescatar de las garras de ese terrible fiscal ni la lengua muerta de los incondicionales de la Revolución ni la crónica de una toma del Palacio de Invierno que, por fortuna, nunca tuvo lugar. Tampoco queremos contribuir al mito creado por estos fetichistas de pelo gris que se prosternan ante el símbolo osificado de su ajada juventud como Félicité ante su loro disecado en Un corazón sencillo, de Flaubert.

Partiendo de esa exigencia de ruptura que, a nuestro entender, fueron las elecciones de 2007, examinamos lo que sigue teniendo sentido de aquella otra ruptura, la de Mayo del 68. Hablamos resueltamente desde el presente, para él. ¿Qué parte del 68 se estremece, actúa, pervive en 2008? (...)

París erizado de barricadas, un Estado con abonados ausentes, diez millones de huelguistas, ocupaciones de fábricas que escapan al control de la CGT, un país patas arriba durante un mes, el hombre del 18 de junio huye de Francia a Alemania, el partido de los fusilados expulsado de la escena contestataria: todo esto, evidentemente, no es nada. ¿Quién no querría vivir la jubilosa excitación de estos momentos de alborozo en los que todo parecía posible? ¿Quién no soñaría con transformar su instituto en sóviet surrealista y festivo? La única ocupación de instituto que yo he organizado, en el otoño de 1995, pretendía conseguir una máquina expendedora de condones. ¿Qué queréis? Pertenecéis a la generación del 68 y yo, a la generación del sida.

¿A quién no le gustaría rehacer el mundo una cálida noche de mayo con encantadoras revolucionarias liberadas de la vieja moral burguesa? En las frías manifestaciones de 1995 –¡cada uno tiene el 68 que puede, y el nuestro fue organizado por la CGT en pleno mes de noviembre!–, la única militante con la que conseguí ligar, entre dos ataques de tos, me echó de su casa cuando me atreví a negar, craso error, el carácter auténticamente revolucionario de 1917.

Es cierto, tuvisteis la suerte de “hacer” el 68. ¡Oh rabia, oh desesperación, oh juventud enemiga! Nací 11 años después, y la única cuestión que importa, en mi egoísta opinión, es saber lo que el 68 cambió para mí, que he tenido que soportar 14 largos años de Mitterrand, encajar 24 semestres de Chirac e irme hasta Ucrania para poder decirle a mi hijo una noche, junto al fuego: “El abuelo no es el único, también yo he conocido una revolución alegre”. (...)

Denunciar las injusticias y los fallos de nuestra sociedad es útil, necesario, vital. No obstante, ¿cómo negar que la Francia de 1978 era más libre que la de 1958, que la República de 2007 era más democrática que la de 1907 y que el debate intelectual de 2008 es más sano que el de 1948? El 68 no desencadena ninguna degeneración sociopolítica, sino todo lo contrario (...)

La crisis cultural francesa no nace del desarraigo sesentayochista ni de la globalización, sino de nuestra incapacidad de admitir al uno y a la otra. Víktor Pelevin, Salman Rushdie, David Lynch o Quentin Tarantino interpretan la desestructuración contemporánea. Nuestra pusilanimidad genera películas de trama psicoanalítica o postales fetichizadas, lamentaciones narcisistas o frescos anticuados. Mayo no mató la “Cultura”, como afirman los bolcheviques-bonapartistas: lo que la sumergió en formol fue negarse a llegar al fondo de la experiencia sesentayochista. (...).

La democracia contemporánea, según Régis Debray, es “obscena” porque rechaza la distinción entre el campo o el escenario y lo que queda fuera de ellos (“el corte escénico”), exhibe “sin tapujos” lo que en tiempos permanecía oculto y, consecuentemente, propugna la desmitificación permanente del decoro republicano.

Esta “obscenidad” derivaría directamente de la ideología de la transparencia promovida por el 68. Mayo habría desacreditado el ámbito clásico de la representación política (la Asamblea, los partidos, los ministerios, los sindicatos) y ridiculizado sus códigos tradicionales (la retórica y la pompa).

Su imperativo categórico (“Que todo suceda a la vista de todos”) –ilustrado por la exigencia formulada por Geismar y Cohn-Bendit de estar en directo en la emisora de radio Europe 1 para negociar con las autoridades– se habría convertido en el credo de nuestra sociedad. “Se siente cómo la sospecha de ilegitimidad, incluso de prevaricación, pesa sobre el secreto de Estado, los fondos secretos y los servicios del mismo nombre”. Peor aún: “Un juez se indigna por no poder entrar en el Elíseo como Pedro por su casa para investigar los documentos militares confidenciales”.

¡Menuda evolución! El problema es precisamente que sigue siendo muy relativa. Régis Debray olvida que no estamos en Suecia, donde cualquier ciudadano puede entrar en un ministerio para controlar los gastos del ministro, sino en Francia, donde hace apenas 15 años enviar soldados a 8 mil kilómetros de casa para salvar un régimen racista seguía siendo tan sencillo como hacer una llamada de teléfono. (...).

Desde el momento en que el gobierno deja de ser el representante de una instancia trascendente, ya se trate de Dios, de la Historia, de la Raza o de la Nación (entendida como entidad dotada de una esencia propia superior al conjunto de individuos que la componen), sino que lo es simplemente del cuerpo electoral, la naturaleza de la representación cambia e implica publicitar las acciones del representante. “Lo sagrado, he ahí al enemigo”, decían los muros de Nanterre. La desacralización sesentayochista de la relación con la autoridad es la madre de todas las obscenidades. No hablo aquí de los puros húmedos de Bill Clinton, aunque yo prefiera con mucho las derivas de una sociedad que se preocupa de las extravagancias de su presidente a las de una nación que ignora lo que hacen sus soldados en el corazón de Africa. La consecuencia del Watergate es a menudo Monica Lewinsky. No es casualidad que el Siglo de las Luces se caracterizara por la explosión conjunta de los panfletos antiabsolutistas y de los libelos eróticos que desvelaban la intimidad de la pareja real. “Peopleización” y control público del poder van de la mano.

Pese al 68 y a los progresos del liberalismo, pese a la americanización, pese a Louis y pese a Cécilia o Carla, los palacios de la República conservan un halo de misterio y de religiosidad. Nuestro jefe no vive en el 10 de Downing Street, sino en el Elíseo, y eso lo cambia todo. El Estado francés ha sido durante demasiado tiempo un mundo aparte, y el rey una réplica de Dios. Su corazón tenía, al parecer, razones de las que la razón pública debía hacer caso omiso.  (...)

A menudo se ha reprochado a Mayo que garantizara el triunfo del capitalismo al derribar las barreras ideológicas y morales que restringían su desarrollo. Es conveniente ir mucho más lejos en el análisis de los vínculos consustanciales que unen el espíritu sesentayochista y el liberalismo. (...)

Calificar al 68 de epifanía liberal escandalizará a los izquierdistas que sigan enamorados de los acentos marxistas de una Sorbona insurgente conservada en formol, pero también a los presuntos liberales, auténticos conservadores, que objetarán que Cohn-Bendit se cuidaba mucho de citar a Locke, Smith o Ricardo.

El liberalismo no es un sistema filosófico como el marxismo, y la sociedad liberal no deriva de teorías económicas o políticas. Se ha forjado en las ciudades, el lodo, los talleres, las guerras, las bibliotecas, las asambleas, las huelgas y los bancos de los siglos XV y XVI, a merced della occorrenza degli accidenti, de los conflictos sociales, religiosos, ideológicos y políticos que estremecieron a la Europa renacentista. Consiste precisamente en su asunción y se niega a superarlos. Al vencer a la vez a la Venecia gaullista y a la escatología comunista, los enragés permitieron el advenimiento de una sociedad desacralizada. Ideal-tiempo discontinuo, espacio desordenado, relativismo moral: éstas son las características romanas del 68. Apelar a su “liquidación” equivale in fine a oponerse al capitalismo y al liberalismo.

Antes que Schumpeter, Marx había analizado la “destrucción creadora” que opera en una economía de mercado que no puede funcionar sin “revolucionar constantemente los instrumentos de producción y, por tanto, las relaciones de producción, es decir, todo el conjunto de las relaciones sociales”. Captó mejor que nadie la naturaleza profundamente anticonservadora del liberalismo: “Todas las relaciones sociales estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse. Todo lo que tenía solidez y permanencia se esfuma, todo lo sagrado es profanado...”