DOMINGO
Una sociedad que resiste e invoca la tradición

La Argentina católica

Exasperada ante el avance del proyecto para la legalización del aborto, la Iglesia Católica multiplica los gestos opositores al Gobierno, que van más allá de la defensa de las dos vidas. Dos libros explican cómo el catolicismo se convirtió en parte trascendental de la sociedad argentina, y cómo a sus representantes, habituados a la influencia ante el poder, les resulta difícil aceptar que se impongan valores contrarios a sus creencias.

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El catolicismo argentino usó múltiples canales para influir en los poderes públicos. | #joaquintemes

La Iglesia y la secularización

La secularización puede referir a un proceso de separación o autonomización de esferas –en clave weberiana en última instancia– por el cual la religión habría dejado de lado la omnipresencia que supo tener, tal vez, en un pasado lejano en el que todas las prácticas y saberes humanos habrían estado imbuidos de valores teológicos. En este sentido, el desarrollo de la ciencia moderna es paradigmático. Esta interpretación es la menos equívoca, pero es también la que menos nos aporta para pensar las sociedades del siglo XX, puesto que la separación de esferas era ya un hecho consumado para esas fechas. Así, deja bajo un cono de sombra el papel de la religión en la vida pública, su influencia sobre las subjetividades, sus intercambios simbióticos con la modernidad, entre otras cuestiones que son decisivas para comprender qué papel tiene la religión en sociedades donde se encuentra establecido el sufragio universal (o al menos ya se ha producido una cierta tendencia a la incorporación de las masas a la política), la ampliación de los derechos ciudadanos en general, la industrialización, la masificación del consumo, de la educación.

A la luz de todas estas cuestiones características del siglo XX, la secularización también fue pensada por los especialistas como un proceso de privatización de lo religioso. En las sociedades hiperindustrializadas del presente, la religión parece menos convocante que antaño en la vida pública. Los rituales modernos de las sociedades de masas –como el culto a la nación o los deportes convertidos en espectáculos de masas– supusieron desafíos para una religión –como la católica en especial– que en distintos momentos del pasado habría ocupado, incluso invadido, se dirá, la vida social en sus múltiples, casi infinitos meandros, sin dejar fuera de su órbita ninguna práctica o espacio. La modernidad, por el contrario, habría obligado a la fe a retraerse al ámbito privado de las conciencias individuales, pura y exclusivamente, tal como se reclamó con insistencia en los siglos XVIII y XIX.

Sin embargo, esta conceptualización, que pretendía ajustarse a los problemas de las sociedades del siglo XX, no logró sustraerse del todo bien al anhelo de dar con un concepto no determinista, no teleológico, flexible, capaz de amoldarse a sociedades complejas, poco homogéneas, como las contemporáneas. Acá está el desafío, a la vez que el aporte de los debates de las últimas décadas, que son un poderoso estímulo para una aggiornada teoría de la secularización.

Los estudios más recientes, de hecho, van en camino de intentar poner en diálogo la teoría social con la historia religiosa; estos entrecruzamientos se han revelado fructíferos, puesto que ayudan a refinar hipótesis y razonamientos. Es de esperar que en las próximas décadas conozcamos los frutos maduros de estos desarrollos, con propuestas teóricas y metodológicas más ajustadas a los diversos escenarios y contextos históricos. Por caso, ¿puede ser idéntica la teoría de la secularización en Europa y en América Latina? Es un interrogante legítimo, no muy original, ya que consta en buena parte de la producción académica actual sobre esta temática. Al fin y al cabo, la teoría decimonónica tradicional, hoy desacreditada, era hija del eurocentrismo dominante en su tiempo (...) La historia del catolicismo argentino en los tiempos de vigencia del primer concilio es una excusa y una invitación a repensar la relación entre la religión católica y la modernidad, justo antes de que los vientos conciliares de los años 60 arrasaran con ese pasado “preconciliar”, según se lo denominaría ex post, de manera despectiva y unidimensional. Se trata de un extenso período en el que la Iglesia y el catolicismo argentinos cobraron una presencia que no pasó inadvertida, no solo para la Santa Sede sino, más importante aún desde nuestro punto de vista, para un significativo número de personas que descubrió que la Iglesia Católica tenía mucho para ofrecerles, aunque no fueran de comunión frecuente. Las estrategias para acercarse a la gente común, captarla, “conquistarla” (según el discurso más militante) variaron históricamente, por supuesto. Pero en tal caso lo que importa destacar es que la Iglesia intentó, en la medida de lo posible, acompañar el paso de las transformaciones de su tiempo, aunque a veces el tren del progreso marchara demasiado rápido para una institución que en última instancia hundía sus raíces en la época colonial, y más atrás también. No faltaron dificultades en este proceso: marchas a destiempo, desatinos, exabruptos trasnochados de quienes con añoranza habrían preferido retroceder el reloj…

Sin embargo, nada impidió que el catolicismo, en la práctica, se salpicara −se empapara, incluso− con esa misma modernidad que tanto lo perturbaba. Argüiremos que muchos de los rasgos más visibles que adoptó el catolicismo desde fines del siglo XIX, y que se afianzarían en las décadas subsiguientes, eran de hecho modernos. Lo fueron los congresos eucarísticos, creación de la Europa industrializada de fines del siglo XIX, en expansión en las grandes urbes de la primera mitad del siglo XX; la identificación misma con la nación que, como era de esperar, la Iglesia leyó unilateralmente; la creación de los círculos de obreros, que venían a dar respuesta a la “cuestión social”, bajo el impulso recibido de la encíclica Rerum novarum.

También lo fueron los múltiples canales que empleó para influir en los poderes públicos, por dentro y por fuera del orden institucional; la apropiación de la prensa, incluso la de masas, junto con la difusión de libros baratos y más tarde la radio –en pocas palabras, su aceptación y presencia en todas las industrias culturales–; las movilizaciones callejeras y toda su parafernalia, en las grandes urbes de entreguerras en especial; su fuerte anclaje en el tiempo de ocio, el consumo y el deporte, y más entre los jóvenes, etc. La metáfora de la “fortaleza asediada”, con la que se lo ha caracterizado muchas veces, habla de un catolicismo aislado, atrincherado y sometido al ataque de sus enemigos, y en este sentido no es lo suficientemente explicativa, si bien es cierto que solía usársela en la retórica militante de la época del Concilio Vaticano I.

 

Dios, patria y pueblo

El triunfo peronista definió la tríada Dios, Patria y Pueblo. Obviamente, entre sus pliegues había de todo, incluso obreros anticlericales, republicanos españoles, arribistas a quienes no les importaba Dios en absoluto. Pero en eso radicaba el éxito de la nación católica; incluso aquellos que hasta entonces habían estado muy lejos del olor a incienso, ahora se adherían a un movimiento cristiano. El milagro de Perón, sostenía el jesuita Hernán Benítez, ideólogo del peronismo, residía en haber integrado las masas en la vida del país a través de una doctrina nacional imbuida de los sanos valores católicos del pueblo. La Iglesia debería estarle agradecida.

Y la Iglesia lo estuvo, ya que Perón fue coherente con las invocaciones al catolicismo de la nación. Al menos, en los primeros años del régimen, cuando entre ellos había una entente. Fueron los años en que el peronismo y la nación católica se consolidaron con las conquistas sociales, los aumentos salariales, las nuevas industrias, los créditos, las escuelas y los hospitales. Los años en los que la Argentina, en el mundo agotado por la guerra, podía vivir en grande, tenía las arcas llenas, paz y trigo, una fuente de cuantiosas ganancias. La Iglesia tuvo su generosa porción de ese enorme pastel. Las asignaciones al clero aumentaron, se crearon nuevos seminarios y se dispensaron copiosas ayudas a las diócesis, aunque más a los obispos oficialistas que a los otros. Pero aún más importante fue que Perón no se cansó de confirmar con la palabra y en los hechos su fe en la nueva nación católica. Una palabra que invocaba las encíclicas, proclamaba una tercera vía cristiana entre comunismo y liberalismo, y ostentaba el mérito de haber cristianizado a la clase obrera, base de la unidad nacional. En los hechos, indujo al Congreso a ratificar los decretos del régimen militar, empezando por el decreto sobre las clases de religión en las escuelas públicas. Entretanto, la imagen de la Argentina como una potencia católica se proyectaba en el mundo a través de una política exterior ambiciosa, con la que el peronismo se proponía unir a la civilización católica contra el dominio de los protestantes anglosajones y los ateos soviéticos. Incluso trató de convencer a Pío XII de que en Buenos Aires había un régimen cristiano capaz de guiar a las naciones católicas.

Todo esto era para la Iglesia como un sueño después de la noche liberal. De hecho, no escatimó el apoyo a ese régimen que exhibía credenciales católicas y contaba con el puntal del ejército, garantía de cristiandad. Fue un gran florecimiento de la nación católica, con misas de campaña y tedeum, homilías patrióticas y bendiciones masivas, homenajes a la Virgen y banderas nacionales al costado de los altares. Y sobre todo un florecimiento de la comunidad organizada, el orden que Perón imaginaba, en perfecta sintonía con el imaginario organicista de la restauración católica. Como el rey había velado por el Imperio católico y como Dios había velado por lo creado, Perón se había puesto a la cabeza de una comunidad a la que estaban subordinados los individuos, y a cuya armonía debía contribuir cada cuerpo, sindicato y universidad, empresariado y artistas, fuerzas armadas e Iglesia. Todos en el nombre del peronismo, la ideología de la nación. Ninguno estaba excluido.

El orden que Perón construyó no era un Estado de derecho. En teoría, nada le habría impedido gobernar respetando la separación entre los poderes, las libertades individuales, los derechos de la oposición y los otros principios democráticos que heredaba del pasado. Su gobierno era popular, la ley electoral le garantizaba el control del Congreso y la Constitución otorgaba grandes poderes al presidente. Sin embargo, Perón nunca tuvo en cuenta el Estado de derecho. Hijo del síndrome de unanimidad, que había encontrado una expresión coherente en el mito de la nación católica, reclamó el monopolio de la identidad nacional y de la representación del pueblo. Identificaba a su pueblo con todo el pueblo. Como para la Iglesia, la democracia era para el peronismo un concepto relativo a la esfera social, y ajeno al ámbito político. ¿Acaso no estaba realizando la justicia social? Solo bastaba con absorber todo el poder y posesionarse de todas las instituciones que cuestionaran su pretensión de encarnar al pueblo y a la nación.

El peronismo se adueñó así del Poder Judicial e impuso obediencia al Poder Legislativo; creó un poderoso sistema de propaganda a su servicio y acalló el disenso. La oposición fue perseguida y en las cárceles peronistas los abusos fueron habituales. La represión alcanzó incluso a sus propias filas cuando Perón denunció la infiltración de grupos extraños a las raíces cristianas del movimiento. Impuso la enseñanza de su doctrina en las escuelas, empleó en su beneficio los recursos del Estado y la lista podría continuar. Pero lo más importante es que el peronismo integró con éxito a las masas pisoteando el Estado de derecho. Lo hizo con el apoyo popular, la bendición de la Iglesia y en el nombre de la nación católica. Esta herencia configuró a fondo la cultura política argentina (...)

Las vicisitudes históricas argentinas son ricas en enseñanzas que las trascienden. De hecho, en su centro están las mismas delicadas transiciones históricas comunes a todas las sociedades modernas, occidentales o no, católicas o no católicas. Del orden basado en lo sagrado al orden secular, del monismo religioso al pluralismo político, de la nación como comunidad espiritual a la sociedad como comunidad política, del predominio de la comunidad al ascenso del individuo, del organicismo al iluminismo. Este conjunto de transiciones históricas de larga duración que afectan todas las dimensiones de la vida social ha sido bastante difícil en la Argentina. Como en otros lugares, lo ha hecho difícil el impacto de las transformaciones originadas en el extranjero, en el mundo protestante y anglosajón; puesto que de allí surgieron y partieron las modernas revoluciones políticas y económicas que configuraron el mundo. Con ellas se ensañó la resistencia. Pero lo que hizo esas transiciones aún más difíciles en la Argentina fue la ola inmigratoria que transformó las costumbres mientras estaba por crearse el Estado-nación. Lo que ocurrió es que en este país, en busca de unidad política y base espiritual pero abrumado por la inmensa fragmentación de sus habitantes, maduró un verdadero síndrome de unanimidad. Un síndrome que encontró en el catolicismo el aglutinante que necesitaba y del cual carecía. Así se inició el viaje del catolicismo al centro de la identidad nacional, impulsado por un renacimiento católico tan poderoso que arrancó las sutiles raíces de la Argentina liberal. Fue por esa vía, traducida por el peronismo en el plano secular, que las masas se unieron a la ciudadanía social. El mito de la nación católica triunfó; así la unanimidad desplazó al pluralismo, la comunidad al individuo, el paternalismo al capitalismo, el organicismo al liberalismo y la primacía del “ser nacional” a la del Estado de derecho. La nación y el catolicismo, el pueblo y la fe, la identidad y la religión siguieron siendo entidades coincidentes. La Iglesia argentina actuó como pilar y motor de esta sociedad orgánica impermeable a la democracia política, al pluralismo religioso, a la secularización de las costumbres, a la laicización de la vida pública y a la separación de ciudadano y fiel. Y lo hizo convocando a su defensa o imponiendo vetos a quienes la amenazaban.

Pero ese mito era tan fuerte como ilusorio; era tanta su potencia evocadora como frágil su capacidad de fundar un orden estable y legítimo. De hecho, tenía la gran limitación de fundamentarse en la pretensión de imponer un criterio de unanimidad –la nación católica– a una sociedad cada vez más heterogénea por efecto de las grandes transformaciones vigentes. Para el mito nacional católico, el liberalismo y el marxismo, el laicismo y el capitalismo, la revolución sexual y la sociedad de consumo, el ateísmo y el psicoanálisis eran antiargentinos, y aun así se hacían espacio en la sociedad argentina.

Y a medida que esta devenía más plural, reconducirla a la unanimidad de la nación católica implicaba dosis de coacción cada vez más fuertes. Peor aún, las tensiones fisiológicas entre las diversas ideas, culturas e intereses no encontraron canales representativos adecuados a través de los cuales expresarse. Cada vez que la democracia parlamentaria reclamó su primacía sufrió el veto de los guardianes de la nación católica, los cancerberos del “ser nacional”: las fuerzas armadas, la Iglesia, hasta los sindicatos. En suma, la sociedad organicista. En vista de que las instituciones del Estado de derecho no se impusieron como un fundamento del orden político, sino la fidelidad al catolicismo de la nación, las ideas, los intereses y los actores sociales se la disputaron entre sí, cada uno seguro de ser el verdadero depositario y los otros, traidores. Y sin mediaciones posibles, la identidad nacional era única. Ese fue el espíritu con el que fue invocada para hacer la revolución socialista, la restauración nacionalista, la patria peronista y el Estado sindicalista. Todos combatieron en nombre de Dios y del Evangelio, erigiéndose en paladines del catolicismo de la nación y el pueblo, en una furiosa guerra de religión. Una guerra que nadie podía detener, ¿quién podía hacerlo, si el Estado de derecho estaba subordinado a la primacía espiritual de la nación católica?

Así la Argentina empezó a rodar, lentamente al principio y rápido después, hacia la tragedia. Solo cuando no quedaban más que muertos y ruinas, creció en la sociedad argentina la convicción de que el mito nacional que, en diferentes medidas, todos abrazaron había causado el más feroz de los conflictos. Y que en su lugar era más sensato basar la comunidad política de los argentinos en el Estado de derecho.

De todo esto la Iglesia fue protagonista, ningún papel fue ajeno a ella. Fue víctima y verdugo, revolucionaria y reaccionaria, pacifista y violenta, militarista, sindicalista, peronista, marxista y tradicionalista.

Si el catolicismo era Todo, todo era católico. Esto puso en sus manos el enorme poder de hacer valer su vital legitimación del orden, pero también que todos aspiraran a tener su sostén y bendición. Por lo tanto, a muchos les resultó natural fabricarse un catolicismo a la medida, erigirse en teólogos y censores de la propia Iglesia. Así surgieron militares teólogos, sindicalistas teólogos, guerrilleros teólogos, peronistas teólogos.