DOMINGO
La violencia de los 70 por dos antagonistas

Cuando la grieta era trinchera

Carlos Gabetta militó en el ERP. Su mujer fue asesinada y él se exilió. El teniente coronel Rodolfo Richter participó en el Operativo Independencia, fue herido, y desde entonces está en silla de ruedas. En Enemigos, ambos repasan la historia reciente del país y exhiben sus diferencias con respeto, con el propósito de ayudar a cerrar un capítulo negro de la Argentina.

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Las organizaciones guerrilleras llegaron a gozar de gran simpatía y, a veces, de apoyo popular. | #joaquintemes

Enemigos detalla las reflexiones de dos protagonistas, entonces enfrentados a matar o morir, sobre la violencia que sacudió al país en los años 70 del siglo pasado y las décadas posteriores, hasta hoy. Dos relatos personales, en paralelo, sobre cómo veía cada uno entonces las cosas y las razones que los motivaban. Luego, cómo las ven ahora, incluyendo críticas a su propio campo.

Uno, militar; el otro, ex miembro del PRT-ERP. Ambos sobrevivieron, pero pagando un alto precio. Richter, con heridas gravísimas, que lo marcaron de por vida, durante un enfrentamiento con el ERP.  Gabetta, con la desaparición y el asesinato de su mujer y el exilio. Richter es doctor en Ciencias Políticas y profesor de la Universidad Católica Argentina. Gabetta, un periodista y escritor especializado en política, economía y sociedad, con más de cincuenta años de experiencia local e internacional.

La doble condición de protagonistas y especialistas los habilita para estas reflexiones, cuya intención, según uno de los autores, es que  “hoy, a casi cuarenta años de recuperada la democracia sin que el conflicto haya quedado realmente atrás y servido de experiencia a no reiterar, nos anima el deseo de contribuir justamente a eso: a cerrar ese período negro de la historia nacional y mirar hacia adelante. Si este trabajo contribuye a dar un paso en esa dirección, me doy, nos damos, por bien servidos”.

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Carlos Gabetta

Surgimiento de ERP y Montoneros

Las sublevaciones populares masivas, a partir de 1969, coincidieron con la aparición de las principales organizaciones armadas, ERP y Montoneros. Otras, como las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL) y las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP; creada en 1968), eran anteriores, pero hasta entonces su predicamento y accionar eran mínimos. Fue durante las sublevaciones populares, a su amparo e impulso, que las organizaciones armadas, en particular Montoneros y ERP, se desarrollaron y ampliaron sus miembros y su capacidad militar y llegaron a obtener apoyos políticos significativos.

Es importante, una vez más, señalar este contexto, porque actualmente la versión más extendida sobre las organizaciones guerrilleras es la de unos “loquitos extremistas”, “patrullas perdidas” ante una sociedad indiferente, cuando en realidad llegaron a gozar, en ese clima político y social, de gran simpatía y, en algunos sitios y ocasiones, de fuerte apoyo popular. Hubo masivas manifestaciones de Montoneros, seguidas por decenas de miles de personas. Cuando en 1973 el PRT-ERP impulsó el Frente Antiimperialista y por el Socialismo (FAS), congregó en Tucumán a 5 mil personas y fue apoyado al principio nada menos que por Agustín Tosco y otros importantes líderes. Grupos peronistas disidentes y hasta el brazo estudiantil del radicalismo, Franja Morada, mantuvieron conversaciones con el FAS.

Luego, sobre todo desde que se recuperó la democracia, en 1973, vendrían las desviaciones, los excesos, que en algunos casos alcanzaron el terrorismo y el crimen, aunque estos nunca constituyeron una política, un “medio necesario” explícito, en ninguna de las organizaciones guerrilleras. Pero eso lo veremos más adelante. Ahora es importante recordar las razones y circunstancias que dieron lugar a que nacieran y se consolidaran las organizaciones armadas; las guerrillas.

La decisión política de tomar las armas no hubiese pasado de una declaración, de un gesto, de una decisión sin siquiera porvenir inmediato, si el país no hubiese estado en manos de una dictadura; si las manifestaciones y exigencias económicas, políticas y sociales de diversos sectores, en total mayoritarios, no hubieran sido salvajemente reprimidas. Jamás debe perderse de vista que los primeros y más importantes y persistentes “subversivos” fueron las Fuerzas Armadas. Desde mucho antes de 1930, cuando protagonizaron el primer golpe de Estado, estuvieron mezcladas en todo tipo de conspiraciones y hechos de violencia. Esos antecedentes locales, más el contexto nacional e internacional, explican el crecimiento y la influencia posteriores de las guerrillas, las adhesiones que recibieron. En mi caso, uno de los tantos similares de la época, empecé a pensar en acudir a las armas justamente en mayo de 1969, durante una de aquellas manifestaciones. Se trata de otra anécdota personal, pero que explica cómo y por qué un joven ilustrado de clase media, pacifista y socialista, acabó en la guerrilla.

Empecemos por las circunstancias particulares, con una cita:

 “En mayo de 1969 el ambiente universitario se hallaba agitado a causa del asesinato del estudiante Juan José Cabral, el 15 de mayo, durante una protesta por los altos precios del comedor estudiantil en Corrientes. El día 17 de mayo, militantes del Centro de Estudiantes de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Rosario realizaron un acto espontáneo en el comedor universitario ubicado en la avenida Corrientes al 700, que culminó con un intento de cortar la calle para interrumpir el tránsito. El intento fue reprimido por los agentes de policía presentes. El periodista Reynaldo Sietecase describió así los eventos: ‘Un grupo de estudiantes, perseguidos por la policía, corre por la calle Corrientes hacia el sur y dobla por Córdoba, pero desde Entre Ríos aparecen más policías disparando sus armas. Los estudiantes y decenas de sorprendidos transeúntes quedan encerrados (...). Algunos estudiantes, junto a una docena de paseantes –incluidos varios niños– ingresan a la Galería Melipal. El lugar tiene una sola boca de entrada y salida, por lo que otra vez quedan atrapados a merced de los guardias. Los agentes ingresan al edificio y reanudan la golpiza. Entre los policías se encuentra el oficial inspector Juan Agustín Lezcano, un ex empleado de la boîte Franz y Fritz. La gente trata de evitar como puede la lluvia de golpes: se escuchan súplicas, llantos y alaridos. En medio de la confusión suena un disparo. Cuando la policía se repliega queda en el suelo, junto a la escalera que lleva a los pisos superiores, el cuerpo de Adolfo Bello con la cara ensangrentada’.

Bello, quien recibió un balazo en la frente, contaba entonces con 22 años, y moriría esa tarde a causa de las heridas en el Hospital Central Municipal. La indignación de la población fue general. El 20 de mayo la Federación Universitaria de Rosario decretó una huelga estudiantil y el miércoles 21 de mayo de 1969 se realizó una ‘Marcha de silencio’ en homenaje a Adolfo Bello, organizada por la FUR y la Confederación General del Trabajo (CGT). La represión policial y militar de la marcha llevó a una sublevación general conocida como Rosariazo, durante la cual también resultaría asesinado el obrero y estudiante Luis Norberto Blanco, de 15 años.” (https://es.wikipedia.org/wiki/Adolfo_Ram%C3%B3n_Bello).

Fue así que el 21 de mayo de 1969, a mis 25 años, participé con mi padre y mis hermanos Néstor y Alejandro, entonces de 23 y 8 años, de aquella Marcha del Silencio, así llamada porque en efecto no había consignas verbales, ni pancartas de ningún tipo. Unas cinco mil personas se habían congregado a lo largo de calle Córdoba, la “peatonal” rosarina, con el propósito de llegar hasta el Monumento a la Bandera, donde estaba previsto que concluyese la protesta. La multitud se desplazaba en absoluto silencio; solo se oía el arrastrar de pies y algún cuchicheo. Muchos trabajadores y trabajadoras, señores de traje y corbata, algunos hasta con sombrero, y señoras en “traje sastre”, como se decía entonces; la clase media y algunos “copetudos”. Muchos jóvenes, algunos niños. Mi padre marchaba a la cabeza, junto con otros dirigentes sociales, políticos y sindicales. Mi hermano Néstor y yo algo detrás, acompañando al pequeño Alejandro. Una marcha cívica, ciudadana, en el mejor de los sentidos.

Al llegar a la intersección de Maipú, a pocas cuadras del final previsto, topamos con la policía. Unos cuarenta o cincuenta efectivos, un carro hidrante y poco más. Se informó a los dirigentes políticos, sindicales y personalidades que marchaban a la cabeza que no se permitiría llegar al Monumento a la Bandera. Luego de una breve deliberación, los dirigentes decidieron que todos nos sentáramos en la calle, allí donde cada uno estaba, siempre en silencio. Cuando la multitud empezaba a instalarse, con las dificultades y apretujones del caso, la policía, de pronto y sin aviso, comenzó a disparar bombas de gas lacrimógeno. Nos cayeron encima, de golpe, veinte o treinta bombas, estallando por todas partes. Una estalló en la cara de una joven, ya que la policía las lanzaba directamente contra la multitud. En los años que siguieron volví a ver varias veces a esa mujer por calle Córdoba, con el rostro desfigurado.

Se produjo un desesperado, caótico desbande. Con mi padre y mis hermanos acabamos refugiados en una galería comercial. Alejandro, el pequeño, tenía problemas para respirar, se ahogaba. Allí tornaron a serme útiles los conocimientos de primeros auxilios adquiridos durante el servicio militar. Mientras yo trataba de reanimar a Alejandro, Néstor se acercó y me dijo, furioso: “La próxima vez, vengo con un chumbo”. “Yo también”, contesté.

Luego nos enteramos de que la gente se había dispersado y varios grupos, algunos muy numerosos, se habían enfrentado violentamente a la policía, que acabó retirándose. Se levantaron barricadas, hubo algunos incendios. Intervino el ejército. Al día siguiente, Rosario fue declarada “zona de emergencia”. El primer Rosariazo.

Tardamos unos años en “agarrar el chumbo”, pero puesto que las cosas siguieron empeorando, nos pareció evidente que no quedaba otro remedio.

 

Rodolfo Richter

Ejército, carapintadas y dictadura

De regreso de las maniobras (del Liceo Militar) les confirmé a mis padres que seguiría la carrera en el Colegio Militar de la Nación en Buenos Aires. A mi madre no le agradaba mi decisión, pero no dijo nada. Como buena salteña católica empezó a rezar por mí, y lo hizo hasta que se murió a los 97 años. Mi padre, con ideas socialistas, hubiera preferido otra profesión, pero respetó mi elección. En ese sentido era muy gringo. Solo repitió algo que ya me había dicho: “En lo que hagas, tratá de ser bueno”. No alcanzó a verme recibido porque falleció tres meses antes.

El 12 de enero de 1967 rendí en el Colegio Militar. Recuerdo la fecha porque era mi cumpleaños. Ese mismo día, en Tucumán, la Federación Obrera de los Trabajadores de la Industria Azucarera (Fotia) programó una gran movilización en varias localidades. La causa era el cierre, por parte del gobierno militar, de siete ingenios (luego fueron once) declarados ineficientes, con la consecuente desocupación. En Bella Vista hubo serios enfrentamientos, siete policías fueron heridos y una mujer, llamada Hilda Guerrero de Molina, fue muerta por un disparo, convirtiéndose en un emblema de lucha. Uno de los ingenios, el San José, estaba controlado por el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Los ánimos en el país empezaban a caldearse rápidamente. (...)

Paralelamente subyacía en los “carapintadas”,  y en general en toda la juventud militar, una insatisfacción profesional porque todo el esfuerzo realizado, tanto en la lucha contra la subversión como en Malvinas, no era reconocido. Esa insatisfacción tenía antecedentes en el choque entre el profesionalismo militar que cultivaron los oficiales instructores en las Escuelas y una concepción del empleo militar casi exclusivamente como sostén del Estado (de iure o de facto) y del orden público.

No solo no había un reconocimiento, sino que se aplicaba una descalificación permanente. Hay que tener en cuenta que esa juventud militar sobrellevó el mayor peso de ambas guerras y no tenía responsabilidad alguna ni afecto con la conducción del golpe de 1976 y del gobierno que sobrevino. Es un hecho poco conocido su franca y manifiesta oposición, a través de sus líderes, al intento de golpe promovido en los altos mandos en 1975.

Pero el carapintadismo no nació en 1987. Tiene su génesis en la década del sesenta cuando frente a las amenazas que se proyectaban sobre la seguridad de la nación comenzó a desarrollarse, especialmente en el Colegio Militar, una evolución técnica y espiritual de los cuadros bajos e intermedios. En esa evolución comenzó un paulatino reemplazo del modelo liberal y de la influencia de los EE.UU., que pretendía que los ejércitos latinoamericanos fueran meros instrumentos de su estrategia global. El reemplazo fue un modelo profesional respaldado en el espíritu nacionalista. (...)

Para esos cuadros, la lucha que se avecinaba debía darse primero en el plano espiritual y luego en el de las armas. Esos jóvenes oficiales partieron del Colegio Militar a sus destinos. Se desparramaron pero conservaron el contacto y cierto lenguaje con el que se identificaban. Ejercieron el liderazgo y arrastraron detrás de sí a los noveles oficiales que iban llegando y a los suboficiales.

Los oficiales superiores que conducían el ejército, aunque no en su totalidad, y que luego protagonizaron el golpe de 1976 y el llamado Proceso de Reorganización Nacional, percibieron la existencia de una juventud militar con características nuevas de la cual desconfiaron. Podrían haberla relegado, pero no lo hicieron porque la necesitaron para que fuera la punta de lanza en la guerra revolucionaria ya declarada por el PRT-ERP y Montoneros en 1970. Esas organizaciones no percibieron ese componente dentro del ejército. Creyeron que se encontrarían con militares al estilo de las dictaduras caribeñas. Cuando se dieron cuenta de su error prácticamente ya estaban destruidas, claro que les quedó la posibilidad de explotar posteriormente las heridas sociales de la guerra.

Se acusó al “carapintadismo” de tener intenciones golpistas. Si bien los hechos que protagonizaron conmovieron el país, no estaban dirigidos contra el gobierno y ninguno de sus integrantes, en su sano juicio, pensaba en la idea trasnochada de un nuevo gobierno militar. Tal es así que la Justicia Federal caratuló el alzamiento y sus remezones posteriores como un delito contra la disciplina y no una rebelión contra el orden constitucional. (…)

En general ninguno de los hombres que participaron de esos acontecimientos, sin importar su jerarquía, siguió en carrera, y en distintos momentos fueron dados de baja o pasados a retiro. ¿Privó para eso la preservación de la disciplina? No, de ninguna manera. La razón primordial fue que ni el gobierno de Alfonsín ni el de Menem querían el ejército nacional que proponían los “carapintadas” y en general la juventud militar. En síntesis, no querían un ejército. (...)

Todo el mundo venía hablando del golpe militar como algo inevitable y lógico ante un gobierno que se caía a pedazos.

Recibí el golpe sin mucho entusiasmo. Todavía recordaba cómo terminó el gobierno militar de 1966-1973. Si bien ahora existía un gran vacío de poder, que se había ido acentuando desde la muerte de Perón, me preguntaba si había un proyecto nacional que provocara un apoyo masivo que justificara la intervención.

Antes del 24 de marzo las Fuerzas Armadas tenían un alto nivel de aceptación y prestigio en la ciudadanía, que se había logrado con sacrificio. Cuando terminó el combate de Monte Chingolo, el intento guerrillero de tomar una unidad militar en el Gran Buenos Aires, la gente salió a la ruta a aplaudir a las tropas que regresaban triunfantes. En Tucumán el pueblo nos apoyaba.

Si bien las organizaciones armadas no estaban todavía totalmente derrotadas, se las había golpeado seriamente, por supuesto que teniendo que lamentar la pérdida de muchos camaradas. Teníamos nuestros muertos en combate o asesinados, nuestros héroes y nuestros mártires como el teniente coronel Ibarzábal y el coronel Larrabure. Todo ese prestigio se jugó el 24 de marzo de 1976 y se perdió. Sin ese golpe hoy tendríamos Fuerzas Armadas. Las tenemos, pero sin ningún poder disuasorio, que es lo mismo que no tenerlas.

Si el país atravesaba por una crisis histórica, acaso, ¿no era la clase política la que debía resolverla?, ¿para qué estaba la clase política? Ningún político quiso asumir su responsabilidad. Ricardo Balbín, el dirigente radical más importante, dijo, ocho días antes del golpe, que él no tenía soluciones. Casildo Herrera, desde Uruguay, afirmó: “Yo me borro”. Al menos tuvo la sinceridad de decirlo porque en realidad se borraron todos. Nadie quiso agarrar la papa caliente, tal vez porque no había ninguno que tuviera la estatura para afrontar esa crisis. Los miembros de la clase política argentina, implícitamente, avalaron el golpe con su irresponsabilidad. Y cuando el gobierno militar se cayó, después de Malvinas, aparecieron como los grandes demócratas, como los defensores del orden constitucional de toda la vida. En general, la misma actitud le cabe al conjunto de la sociedad. No dar el golpe hubiera sido una enorme contribución a la verdad y a la transparencia. La crisis hubiera arrollado y descalificado a los políticos sin dotes de tales y hubiera dejado a los que realmente lo eran. La verdad, cuando acaba con las palabras y posturas vanas, es un patrimonio invaluable para una nación, sin importar lo que cueste.

No fue así y el gobierno militar comenzó mal de entrada, cuando las tres fuerzas se dividieron el poder 33% para cada una, la antítesis de la conducción. Luego se aplicó una política económica que fracasó, para colmo favoreciendo la especulación. Los militares que se forman en la no especulación la favorecieron, un contrasentido.

Muchos militares que no estuvimos de acuerdo con esa política económica o que no estábamos convencidos de la conveniencia del golpe, no obstante, nos alineamos detrás de nuestros superiores porque nuestro objetivo principal era terminar con las organizaciones armadas subversivas. (…)

El gobierno militar cumplió con el objetivo de aniquilar el terrorismo y la guerrilla, pero a un costo muy alto, por las secuelas que dejó la lucha en los casos en que transitó por caminos ilegales. Con el gobierno constitucional la lucha se hubiera prolongado más y las organizaciones armadas, antes de perder su capacidad militar, habrían apelado masivamente al atentado y al asesinato. El costo hubiera sido muy alto, pero se hubieran  preservado las instituciones, las Fuerzas Armadas entre ellas, y no tendríamos el resabio de encono que hoy tenemos en la sociedad.