DEPORTES
de la euforia al desencanto

Una tarde ciclotímica

Ansiedad, nervios, festejo y frustración. En el estadio del Spartak paso de todo. La presencia de Diego, la ovación a Pavón y el fastidio de Messi después del partido.

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San Messi. El ídolo fue el mayor referente de los hinchas. El entusiasmo inicial dejó paso a la incertidumbre después del empate. La fiesta a pesar de todo. | afp

desde Moscú

Si una imagen vale más que mil palabras, la del final del partido con Islandia fue todo un discurso. O un largometraje completo, con final poco feliz y cuanto menos abierto. Messi patea la pelota hacia el cielo en pleno círculo central, se saca la banda de capitán de un tirón e inclina su cuerpo hacia adelante, las manos en las rodillas, en soledad, nadie lo rodea, pura síntesis de una impotencia conocida, pariente de aquellas finales perdidas.

Parece demasiada desazón para un partido de primera ronda, para un empate que no define nada aunque mete una puñalada profunda en el corazón de un puñado de jugadores y de miles de argentinos en Moscú y de millones en el país.

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La frustración de Messi se prolongó en la zona mixta: Leo se paró a hablar con un grupo de periodistas argentinos, pero cuando uno de ellos, ansioso, lo interrumpió con una pregunta en mitad de una respuesta, dijo que ya se había olvidado lo que estaba contestando y, fastidioso, dio media vuelta y se fue.

Todo fue una pesadilla para Messi y compañía. Los cantos entusiastas de la tribuna (se extrañó el “Brasil, decime qué se siente”) fueron languideciendo a medida que Argentina se enredaba en la rústica, disciplinada y efectiva maraña defensiva de Islandia. Antes, la ovación y el delirio por el golazo de Sergio Agüero, una alegría que duró tan poco como se suelen esfumar cuatro minutos en la vida de cualquiera.

Cuando los hinchas, generosos, comprobaron que las ideas brillaban por su ausencia aparecieron los cánticos que manda la tradición, que “movete Argentina movete” y el “ponga huevo, que esta tarde cueste lo que cueste”. Desde el campo se ensayó una reacción, tibia, insuficiente, a mitad de camino.

Y la gente se impacientó por los cambios que tardaban. De hecho, Cristian Pavón fue acreedor de la tercera mayor ovación, después de que Jorge Sampaoli y Sebastián Beccacese reunidos por enésima vez frente el banco decidieran el ingreso del revulsivo “xeneize”. Lucas Biglia, en tanto, obtuvo el primer lugar en el “fastidiómetro”.

En realidad, el pitazo final del juez polaco fue envuelto en un manto piadoso de silencio, solo se escuchó un aplauso tibio como respuesta a otro aplauso, acompañados de caras largas, que Ever Banega, Marcos Rojo, Eduardo Salvio y Nicolás Tagliafico dedicaron a una tribuna que se despobló de inmediato.

No solo el resultado le sonrió a esta Islandia ignota futbolísticamente hablando hasta hace dos años, sino que la fiesta se tiñó de azul, blanco y rojo en esas dos cabeceras copadas por hinchas estilo Vikingos, quienes una vez en el primer tiempo y otras tres en el segundo entonaron el poderoso “Uhh”, manos y palmas bien arriba y con el sonido de los silencios intermedios, con el que motivan a sus jugadores.

El juego de las diferencias. Hubo unas cuantas entre Sampaoli y Heimir Hallgrimsson. El casildense hizo cientos de kilómetros dentro y fuera del corralito, vestido a la moda, impecable desde sus zapatos beige hasta su saco azul oscuro, pasando por juveniles jeans ajustados. Por supuesto, tuvo su momento de pelea con el árbitro Szymon Marciniak.

En el otro rincón, el entrenador Hallgrimsson estaba vestido como un turista estadounidense, con bermuda y medias blancas tres cuartos. Y hecho un amor en relación a quienes impartían justicia y el aliento a sus propios jugadores.

Por supuesto, la frustración de Messi fue también la de los hinchas argentinos en el Spartak, quienes, pese a testimoniar in situ que su héroe también es humano, le brindaron el reconocimiento y el aliento que se destina a los de la misma tribu cuando la mano viene cambiada, identificados con él en las buenas y en las malas mucho más.

Ya parecía haber pasado una eternidad desde aquella ovación de dos horas antes, cuando el Otro Genio, el del pasado, se asomó en su palco con unas gafas de sol de cristales rojos y recibió el bálsamo de un grito de Guerra y Paz, justo en la tierra de Leon Tolstoi: “Maradó, Maradó, Maradó”.

De ahí, al “de la mano, de Leo Messi, todos la vuelta…”, puede que medie una eternidad o, ni más ni menos, solo se necesite un imprescindible salto de calidad cuántica.