CULTURA
edicion celebrada

Memoria de un continente

Llega a nuestro país “Poetas, voladores de luces”, de Enrique Lihn, antología que compila un conjunto de hallazgos del poeta chileno. Además de la inclusión del único poema visual escrito por él, este volumen está nutrido con poemas dispersos, encontrados en periódicos, revistas y ediciones menores.

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Polígrafo. Además de poeta, Enrique Lihn (1929 - 1988) fue novelista, cuentista, ensayista y dibujante. | CEDOC

Desde 2004 hasta la fecha, la Universidad Diego Portales ha publicado siete libros del poeta Enrique Lihn (1929-1988, Santiago de Chile), incluyendo entre sus últimos La efímera vulgata (2012), París, situación irregular (2013) y Pena de extrañamiento (2017).

A esto se suma otra nueva y reciente edición de Chile que llega a nuestro país, titulada Poetas, voladores de luces (Overol, 2017).

Se trata de una antología que incluye un conjunto de hallazgos del poeta chileno. Además de la inclusión del único poema visual escrito por él, Poetas, voladores de luces (1982), este volumen está acompañado de una amplia recopilación de poemas dispersos, encontrados en periódicos, revistas y ediciones menores, y que no forman parte de los libros individuales del autor.

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La primera parte se titula “A Catulo y otros (1952-1988)”, donde se incluyen diálogos o interpelaciones de Lihn a autores como Catulo, Vicente Huidobro, César Vallejo y Luis Oyarzún, además de diversos poemas escritos en viajes por España, Estados Unidos, India y otras ciudades. La segunda parte, titulada “Seis poemas sobre mitología chilota (1972)”, trabaja un aspecto particular y poco explorado de su poesía, que es la relación con el mundo popular chileno.

Lihn habría aparecido en la escena pública de Chile en 1969, con la publicación de La musiquilla de las pobres esferas. Se trataba de un libro con un tono novedoso, dentro de una poesía aún dominada por la figura de Neruda. Lo que causaba asombro de ese tono no era el conocimiento trágico de la condición humana (cuyo antecedente había sido forjado en Residencia en la Tierra de Neruda), sino la ironía y los procedimientos de extrañamiento que sugería, y que ya habían sido explorados de manera tenue en Poemas y antipoemas (1954) de Nicanor Parra.

Resultado de esa mezcla, pero además de otras tradiciones (en este nuevo volumen Lihn rendía culto a poetas como Catulo, Huidobro, Vallejo y Whitman, entre otros), Lihn avanzaba hacia lugares antes inexplorados por la poesía chilena. Y lo hacía a partir de la crítica de la modernidad, fruto de un desencantamiento de la miserable casa de su desbarrancada poesía.

En diálogo con PERFIL, el poeta y catedrático de la Universidad Adolfo Ibáñez, especialista en el autor, Rodrigo Arriagada-Zubieta (Viña del Mar, 1982), dice al respecto: “Fruto de esta mezcla, Lihn desarrolla una poesía de desconfianza en los signos y de todos los marcos de referencia de la modernidad, desconfianza en la figura del poeta mismo y en la poesía, que es vista como una maldición, como unas alas enormes que estorban, según dice Lihn en uno de sus últimos poemas de Diario de muerte: ‘Todavía aleteo/ con el pescuezo torcido/ y las alas en desorden (…) Déjenme acabarme en mi ley/ no en la de les hommes des équipages’”.

En su lecho de muerte, Lihn señala al poeta como alguien que no puede volar en el mundo, en una clara alusión al desencantamiento de una modernidad orientada a fines. El poeta está de más en una sociedad de tripulantes disciplinados y nunca encuentra su lugar, más bien vive en una permanente situación irregular. Al respecto, Arriagada-Zubieta comenta: “Este modo de concebir la poesía contrasta con el de Jorge Teillier, otro gran poeta de su generación, poeta que dice el origen, los lares, los lugares felices que provocan nostalgia. En Teillier, tales lugares se ubican tal vez en la imaginación, en la infancia o en el sur: son lugares que se visitan en la poesía. En el caso de la poesía urbana de Lihn, en cambio, tales lugares no existen. La vida es concebida como un desasimiento total, como un viaje permanente hacia la muerte, donde los signos de vitalidad aparecen fugazmente en la relación con la mujer, en la contemplación de la belleza de las obras de arte o en los excesos observados en las modernas ciudades”.

Pese a la excepción de algunos autores, la poesía de Chile se establece desde hace décadas como la más alta, hermética y renovadora del género. Y pese al linaje obstaculizador de Neruda, la mera existencia de poetas como Pablo de Rokha, Omar Cáceres y Vicente Huidobro abrió el camino para nuevas e insospechadas formas del lenguaje y del idioma.

Además de Santiago de Chile, Enrique Lihn vivió en Cuba, Manhattan y París, donde escribió y publicó libros. Esa marca, esa situación de incomodidad irregular en su estadía en el mundo moderno, se contempla incluso en el exilio.

En Poetas, voladores de luces, Enrique Lihn se reconoce no solo como poeta sino como poeta sudamericano. En un poema dedicado a César Vallejo escribe, a partir de su experiencia en Europa: “No madre pero eterna, pensé, quizá equivocadamente/ a la Señora vuelta, ahora en sí misma, a todas las Europas/ Quise, Vallejo, disfrutar/ a la que tanto te dolió –junto a otros sudacas/ como en ella les llaman con injusticia, a veces– y no era tiempo”. O en poemas como La Ciudad de los Césares retoma el oro del habla popular de su tierra: “Ciudad de los Césares, así se llama en Chiloé a la cordillera/ Cuando su visión se confunde con la ambición de arribar al mejor/ de los mundos imposibles”.

Miserable rey de su desbarrancada poesía, descabezado por el anzuelo el final de la existencia, Enrique Lihn hace flamear todos los días su historia, y la de un continente, que no teme arrojar todas las formas de amor y de sufrimiento a la maquillada cara del poder.