CULTURA
Muestra en la biblioteca nacional

Frankenstein, nuestro prójimo

A 200 años de la publicación de la célebre novela de Mary Shelley, su entrañable monstruo sigue siendo un reflejo del acoso de nuestras fantasías: no solo ser dioses, sino insuflarles vida a engendros a partir del cuerpo de los muertos. Una muestra en la Biblioteca Nacional recupera su figura y reconstruye su legado.

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El moderno Prometeo. El monstruo intenta rivalizar con Dios, como una suerte de Prometeo moderno que arrebata el fuego sagrado de la vida a la divinidad. | Obregón

Se sabe que el itinerario de los monstruos es a veces bastante similar: empiezan como mito popular, luego un escritor los recoge en un libro, después el teatro o el cine desvirtúan su naturaleza, y más tarde terminan en merchandising y metáfora social para explicar el capitalismo. O para pensar ciertas prácticas sociales o educativas, o alguna patología psíquica, porque, después de todo, ¿qué mejor que un monstruo para explicar fenómenos y cosas que también tienen mucho de monstruoso?

En el caso de Frankenstein o el moderno Prometeo, novela de cuya publicación ahora se cumplieron doscientos años, a simple vista no pareciera haber surgido de un mito preexistente, como Drácula o los “revinientes” [muertos vivos], pero desde otra perspectiva se podría pensar que sí: que nace del mito del progreso, a modo de advertencia contra el optimismo de algunos iluministas que concebían la ciencia como una panacea que venía a curarnos de todos los males.

El origen de la historia es conocido, y en cierto modo también mítico. En una mansión en Ginebra, y durante el día más frío del año [1816], el poeta Lord Byron desafió a quienes lo acompañaban –Percy Shelley, Polidori, Mary Shelley y su hermanastra Claire Clairmont– a ver quién era capaz de escribir la historia de fantasmas más aterradora.

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De esa propuesta al poco tiempo nacen dos textos fundacionales: El vampiro, de Polidori, que inauguró la figura del chupasangre aristocrático, seductor y bon vivant, y Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Wollstonecraft Shelley, que se puede leer como un texto precursor de la ciencia ficción moderna, en el sentido de que ya no es lo sobrenatural o cabalístico, como en el Golem, lo que explica el prodigio, sino el saber científico de un hombre que apela a fórmulas medievales pero que termina encontrando el milagro en el galvanismo y la ciencia.

La novela fue publicada dos años después de ese encuentro, en 1818 –en una edición pequeña: quinientos ejemplares– y empezó a tener cierta popularidad a partir de algunas representaciones teatrales posteriores. Pero lo que la llevó a formar parte de la cultura de masas fue el cine, y más concretamente la versión que hace James Whale en 1931 y que interpreta Boris Karloff.

De ahí viene, por cierto, la imagen del monstruo que se consolidó en el imaginario: un ser torpe, grotesco e inculto que solo piensa en estrangular todo lo que se le ponga por delante, cuando en realidad en el texto de Shelley se trata de un ser atlético y de sentimientos nobles al que la sociedad –y acá se advierte la influencia de Rousseau– empuja hacia la violencia y hacia un desamparo con el que no es muy difícil identificarse.   

Aunque no se trata, por supuesto, de la identificación banal de los monstruos posmodernos, como esos vampiros metrosexuales diseñados para la empatía del adolescente, sino de una un poco más atávica: la de un ser que se rebela ante su creador y busca desesperadamente una identidad. Esa es, en definitiva, una de las claves de su persistencia y también de su capacidad para suscitar pavor, porque si Freud pensaba lo siniestro –digámoslo grosso modo– como algo familiar que deviene extraño, lo cierto es que a veces resulta más siniestro el caso inverso: cuando lo extraño se va volviendo cada vez más familiar, como pasa con Frankenstein.

En ese sentido, el filósofo Pablo Capanna, autor del ya clásico El sentido de la ciencia ficción (1966), sostiene que esta criatura tiene algo que la vuelve única. “No solo infunde miedo; también da lástima. Nació de la ciencia, pero su vida es precaria; es desdichado, pero sueña con ser feliz. Quizás su secreto sea que se nos parece”, dice, y agrega que hoy, “doscientos años después, la inteligencia artificial nos es tan necesaria como temible: es nuestra versión del mito”.

Ahora la Biblioteca Nacional, bajo la curaduría de Jorgelina Núñez y Evelyn Galiazo, inauguró la muestra El monstruo de Frankenstein, que recupera ese monstruo pre Boris Karloff y reconstruye el contexto de escritura de la obra. En la sala se puede ver el living de la mansión en la que Byron lanzó el desafío, recortes periodísticos sobre la recepción de la novela en Argentina, afiches, cómics, ediciones antiguas de algunos libros de ciencia de la época, e incluso la escenografía del laboratorio de Víctor Frankenstein, donde el monstruo se levanta de la camilla cuando el visitante se acerca. El que quiera, también puede comprar el interesante libro/catálogo que la Biblioteca Nacional editó a partir de esta muestra.

Pablo Capanna, que escribió uno de los ensayos del libro, nos aporta, por último, una coincidencia curiosa. Dice que en 1816 no nacieron dos monstruos sino tres: el vampiro –o el prototipo de vampiro aristocrático–, el monstruo sin nombre de Víctor Frankenstein, y también la República Argentina. “Considerando que el monstruo nació del sueño que Mary tuvo el mismo año en que la Argentina declaraba su independencia, sería un interesante tema para una tesis. Alguien ya la debe estar escribiendo”.