CULTURA
PERIODISMO Y LITERATURA

Abuso mutuo

Para la tradición hispanoamericana, las relaciones entre literatura y periodismo han sido siempre porosas, y sobre todo delicadas. Ya sea que se trate de un medio para un fin o de un lugar de construcción de capital cultural, entre el periodismo de cultura y la creación se establece una simbiosis única. Repaso a una de las tradiciones argentinas más fecundas.

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Para la tradición hispanoamericana, las relaciones entre literatura y periodismo han sido siempre porosas, y sobre todo delicadas. | get

Desde los orígenes de la prensa moderna hasta el imperio de la digitalización, el periodismo y la literatura han tenido puntos de encuentro y de mutua influencia que perduran como hitos en la historia de las ideas y del arte en Argentina. Sin embargo, la relación entre ambos géneros supone una tensión constitutiva, donde la atracción de uno por el otro puede ser tan fuerte como el rechazo y donde la disputa de jerarquías y valores no termina de resolverse. El espacio en que se despliega esa confrontación tiene un nombre específico: es el periodismo cultural.

“Un periodista y un escritor se han de confundir”, escribió el poeta nicaragüense Rubén Darío, cuyos textos periodísticos fundaron la crónica latinoamericana hacia fines del siglo XIX. Pero no resultó tan fácil. Al cubano José Martí, corresponsal del diario La Nación en EE.UU., Bartolomé Mitre le pedía “la menor literatura posible” y párrafos cortos, aparte de que suavizara sus juicios políticos. A la vuelta del siglo, en 1929, Roberto Arlt decía que los buenos periodistas eran contados, “porque para ser buen periodista es necesario ser buen escritor”.

En 1902, La Nación comenzó a publicar un suplemento literario. El dato es anecdótico, porque los inicios del moderno periodismo cultural se reconocen más bien en Crítica Magazine, el suplemento del diario de Natalio Botana que dirigió Raúl González Tuñón entre 1926 y 1927 y sobre todo en la Revista Multicolor de los Sábados, que tuvo su primera versión en 1931 y la segunda entre 1933 y 1934, editada por Jorge Luis Borges y Ulyses Petit de Murat.

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La Revista Multicolor ofrecía “la mejor lectura para el más numeroso público”: literatura policial y de vanguardia, reseñas bibliográficas, secciones sobre cine y música, historietas e ilustraciones. Y entre tanto material, los relatos que conformarían Historia universal de la infamia, de Borges. Una concepción innovadora que, sin embargo, no se impuso, desplazada por el modelo de los diarios tradicionales, que restringieron lo cultural a lo literario, y secundariamente a las ciencias sociales, y lo alejaron de los criterios periodísticos.


 Agenda abierta. Arlt, dijo Ricardo Piglia a propósito de sus aguafuertes, estaba obligado a escribir, pero nadie le decía sobre qué. Actuaba como un observador apremiado por la hora de cierre y la exigencia de la entrega, forzado a encontrar “algo interesante”. Tenía que inventar la noticia, no en el sentido de crear una ficción sino de descubrir en la opacidad de los acontecimientos un punto de iluminación.

La figura de Arlt podría representar así una situación típica del periodista cultural. En principio, tiene poco de qué ocuparse, porque los hechos de los que se ocupa no se inscriben necesariamente en la actualidad. La agenda no solo es menos imperativa que en cualquier otra sección del diario, sino que, en algunas de las mejores versiones del género, resulta una creación del propio periodista.

La sección “Libros y autores extranjeros”, que Borges desarrolló en la revista El Hogar entre 1936 y 1940, resulta ejemplar del modo en que un escritor impone sus propios intereses en vez de adecuarse a los requirimientos de una redacción. También es un indicio de cierta forma de ingreso de la literatura en los medios masivos, a través de publicaciones marginales o menores, donde no hay complicidades ni conocimiento previo de parte de los lectores, como fue también el caso de Francisco Urondo como crítico de teatro en la revista femenina Damas y Damitas o el de Olga Orozco, encubierta bajo siete heterónimos en la revista Claudia, donde atendió tanto el consultorio sentimental como la página de reseñas.

Los textos periodísticos de los escritores suelen ser objeto de recopilaciones tardías y homenajes póstumos. Sus medios de publicación los dejan afuera de la literatura, aunque con frecuencia, paradójicamente, esos “textos cautivos”, como se llamó a los de Borges, muestran algunos de los pasajes más intensos y de mejor resolución en sus obras.

El humor y las arbitrariedades de Borges no tienen filtros en las páginas de El Hogar. La poesía de Paul Valéry, plantea, “está menos organizada para la inmortalidad que su prosa”; E.E. Cummnigs “suele preferir la tipografía a la literatura”, dice, por los experimentos lingüísticos del poeta; los relatos policiales clase B lo divierten: “Todos instintivamente sabemos que las novelas en cuya aclaración intervienen flechas indochinas del siglo XIII, cuya punta mortal ha sido empapada en una solución de cianuro y de miel de caña, no son buenas y son de S.S. Van Dine”.

El arte de injuriar de Borges podría ser puesto en relación, dentro del periodismo cultural, con las intervenciones posteriores de otros escritores que buscaron la polémica. Las entrevistas que Ricardo Zelarayán publicó en Clarín entre 1974 y 1975 (donde precisamente, entre otros, embistió contra Borges), las incursiones de Fogwill en medios alternativos a partir de la década del 80 (“Giussani escribe mal, muy mal”, sentenció, en un juicio típico, sobre el autor de Montoneros, la soberbia armada) y los deslumbrantes ensayos de C.E. Feiling en la década siguiente podrían adscribirse a ese linaje, y a la mejor tradición del periodismo cultural en la Argentina.


Algo de lo nuevo. El nuevo periodismo de los años 60 también llegó a las formas de contar los hechos culturales. La temprana muerte de Silvia Rudni llamó la atención sobre el tipo particular de textos que había producido sobre escritores, a los que entonces no se llamaba perfiles. Por su parte, como crítico y editor cultural en Primera Plana, Norberto Soares “publicaba a los del canon en contra del canon, nombres que dos décadas después serían los cantados de la narrativa y la crítica argentina”, según dice María Moreno en Black out.

A la influencia que ejercía sobre los más jóvenes y al peso que tenía la revista de Jacobo Timerman –“el quién es quién de los escritores modernos entre dos dictaduras militares”–, Soares agregaba el prestigio de la bohemia: “Lo conocí como dueño de mesa en los bares de la calle Corrientes, alguien que acaparaba la conversación con una seguridad total”, agrega María Moreno, editora de experiencias pioneras en periodismo de género, como el suplemento La Mujer en el diario Tiempo Argentino (1982-1986) y La Porteña, en la revista El Porteño.

En Confirmado, Carlos Ulanovsky cruzaba a las figuras de la cultura con  “reportajes insolentes” al pie de la letra y Sara Gallardo escribía las columnas más tarde rescatadas en Macaneos. Tomás Eloy Martínez formuló entonces una especie de poética que sería repetida como un mantra en talleres de periodismo: en cada línea, un dato; en cada párrafo, una idea.

Otras innovaciones fueron “el reportaje sin preguntas”, que Urondo comenzó a practicar en la revista Leoplán, de donde derivó la historia de vida, en el diario La Opinión. “Consistía en escuchar, ante un grabador, durante cinco o seis horas –tal vez más– a un hombre o una mujer que reconstruían los mejores –o los más terribles– momentos de su experiencia. Luego había que comprimir sin reducir, restituyendo a la vez el sabor del relato, el estilo narrativo del entrevistado”, contó Osvaldo Soriano, que produjo en ese marco algunos de sus mejores textos, como el retrato de Obdulio Varela, el capitán de la selección uruguaya que ganó el mundial de fútbol de 1950.

Homero Alsina Thevenet impuso como norma la prosa informativa y directa, para lo cual recomendaba dejar reposar el texto y evitar los adverbios inútiles, las vaguedades, los comodines y los clichés. “Lo que importa es el producto, la cosa publicada. El autor es secundario”, decía, con plena conciencia del narcisismo lastimado de las grandes firmas.

En 1989, Alsina comenzó a editar, con Elvio E. Gandolfo, el suplemento cultural del diario El País, de Montevideo, que se convirtió rápidamente en referencia. Colaborador incansable de diarios y revistas de Argentina y Uruguay, a punto de cumplir 50 años en la profesión, Gandolfo abrió el espectro hacia la literatura de género y planteó puntos de vista inesperados, como en “El caso Benedetti”, una crónica publicada en Diario de Poesía donde presentaba a un detective, el inspector Suárez, encargado de averiguar por qué ninguna antología de poesía latinoamericana incluía textos de Mario Benedetti.

En 1992, el entonces editor de reseñas de La Nación, Juan Carlos Herrero, pudo decir que “la gente entra al suplemento y sale con los pies para adelante” y valorar que los colaboradores del diario “no son periodistas que hacen literatura, sino literatos que hacen periodismo”. Pero precisamente ese orden de cosas llegaba a su final y los suplementos culturales de los diarios tradicionales comenzaron a plantearse como productos periodísticos y a ajustarse a procedimientos de rutina en cuanto a extensión y formato.

Los cambios provocaron malestar. “En otras épocas, para ser periodista cultural, había que estar verdaderamente interesado en la cultura y esta exigía, además de oficio, mucha preparación y curiosidad. Ahora se propone el mercado del ocio y del espectáculo en lugar del pensamiento”, dijeron Jorge Fondebrider y Pablo Chacón en La paja en el ojo ajeno. El periodismo cultural argentino (1998). También recusaban la demanda de lenguaje llano que se le pedía al periodista cultural: “El director del suplemento económico no pretende desde sus páginas orientar a los jubilados y sí a los inversores, que son, finalmente, los únicos –junto con los economistas– que entienden las abstrusas ecuaciones que componen sus columnas”, argumentaron.

La confrontación entre periodistas y escritores sumó nuevos rounds. Alan Pauls contó que el primer día en que trabajó como redactor de Página/12 le pidieron que escribiera una necrológica de William Burroughs, y que lo hiciera como suele pasar en el oficio: con urgencia, sobre el filo del cierre.

En un texto donde posteriormente recordó la experiencia, Pauls contó que ese día aprendió cuál era la diferencia básica entre el periodismo y la literatura. El cronista producía desde la inmediatez, en caliente; el escritor “se toma el tiempo” para desarrollar un texto. “Mi trabajo en el periodismo consistió en inyectarles a los lugares donde trabajé una cierta dosis de esa otra temporalidad que es arrasada por el tiempo estándar del periodismo, esa especie de industrialidad. Hay algo cotidiano del periodismo que para mí es complicado y que siempre me veo obligado a contrarrestar, a pervertir, con otros ritmos”, dijo Pauls. De esos desencuentros entre periodismo y literatura están hechas las mejores páginas del periodismo cultural.


Problemas con el juicio crítico

—¿Qué autores destacarías como ejemplares en la historia del periodismo cultural, en Argentina?

—Más que rendir homenaje a algún busto, como el Borges que hizo escuela en el arte de la reseña breve, preferiría aplicarle una pátina de bronce a algún vivo. A María Moreno, ejemplo inigualable de cómo alguien puede convertirse en artista escribiendo en la prensa. Una de las pocas periodistas a las que uno le agradece la primera persona.

—¿Qué cuestiones específicas atraviesan el periodismo cultural?

—En el corazón del periodismo cultural está la crítica, y la reseña es su género específico. Pero así como las notas culturales suelen ser el último orejón del tarro en los grandes medios, el género de la reseña se ha ido volviendo marginal en los propios suplementos. Y no sólo por una cuestión de metraje. Hay problemas con el juicio crítico. En muchos casos, el reseñista parece más un revendedor, el divulgador de una mercancía, y a menudo se olvida que tanto el elogio como la reprobación pueden ser acríticos si no son debidamente argumentados. En el mejor de los casos, la palabra escrita debe ser encarnación del pensamiento y no simple envoltorio de una opinión.

—¿Cómo incide la digitalización en el periodismo cultural?

—Es curioso que la tiranía del espacio se plantee en los formatos digitales, donde ya no está la constricción gráfica del papel. Vivimos un momento de transición en que las ediciones online siguen siendo, en muchos casos, subsidiarias de diarios o revistas impresas, y a esto se suma la dificultad generalizada para concentrarse o hacer foco, y que la mayor parte de lo que se publica se hojea más que se lee. Hoy, que la democracia parece ser un abuso del trending topic, donde todo está prefabricado y segmentado según nichos de lectores, donde hay una posverdad a la medida de cada usuario y lo que se lee en la web se mide por la cantidad de clics y el “minuto a minuto”, uno de los principales desafíos es sortear la censura que se ejerce por multiplicación, por el exceso de oferta, lo que contribuye a la invisibilidad de los textos.


“Hay enfrentamientos entre periodismo y creación”

—Alguna vez dijo que al iniciarse como periodista quería aprender a escribir, ser un cronista de cultura. ¿Qué instancias recuerda en ese aprendizaje?

—La época era 1965, 1966. Me casé, tenía que trabajar. La idea de “cronista de cultura” duró poco.  El golpe de Onganía cambió a una generación. Mi modelo fue Graham Greene. Dijo que entró al periodismo (The Times, Londres) para aprender a escribir. La redacción fue un taller de aprendizaje constante. El periodismo era política. Mi iniciación me obligó a salir a cubrir La Noche de los Bastones Largos, ver el cierre de la universidad, la represión como diversión de una clase. Fui detenido por primera vez. Escribí poesía, me publicó De la Flor (en 1972). Los rumores reemplazaron a la información. Había que consultar a colegas, comencé a llevar una cronología política. Entonces, la cultura se hizo política. Era una parte importante de toda acción, nos gusten o no los gobiernos que sobrevivimos. Cuba fue un ejemplo importante de promoción cultural, la de su preferencia. Llegaba a todas partes, se imitaba, se difundía. De Perú, Chile, Brasil, salían iniciativas  impresionantes. También de Buenos Aires, cine y ficción literaria.  Los personajes máximos de la época fueron Rogelio García Lupo, genial, y Rodolfo Walsh, ambos empedernidos del detalle. Tomás Eloy Martínez  tenía estilo, Homero Alsina Thevenet percibía la perfección.

—También dijo que en la redacción del “Daily Telegraph” aprendió a reducir una pieza periodística a lo que importaba. ¿Qué sacrificaba en ese proceso y qué ganaba?

—La redacción en Londres fue una universidad. Se abrió un mundo. Las páginas de noticias imponían estilos como que iban tres oraciones por párrafo, y 32 palabras por párrafo. Toda palabra superflua debía salir. En realidad, regla similar regía para los comentarios de política o una crítica de cine. Había que elegir palabras con cuidado. Lo de cortar me ha acompañado siempre. Hay enfrentamientos entre periodismo y creación. Uno tiene urgencia, la literatura necesita reflexión. Aun así,  el primero es una guía para crecer con la segunda.

—¿Qué define lo cultural de un texto periodístico?

—La crónica, el artículo si prefiere, define la forma de mirar el tema. La redacción depende de la escuela, del maestro y luego de la iniciativa.


Entre la alta y la baja cultura

—¿Cómo ves el periodismo cultural desde el periodismo narrativo?

—El periodismo narrativo es una forma de encarar las cosas, no define un contenido. Podés hablar de deportes, de ciencias, de asesinatos, de cuestiones de la industria y de lo que tradicionalmente se conoce como periodismo cultural. Si se pudiera hacer algún recorte, sería un poco antipático por lo tradicional, porque sería un recorte por la temática: tradicionalmente pensamos en dos o tres cosas, en los libros antes que nada. Pero el concepto de cultura se ha ampliado muchísimo. Hoy, un texto sobre las riñas de los hiphoperos puede ser un texto de periodismo cultural, porque eso forma parte de una cultura urbana muy fuerte.

—Tradicionalmente, el género fue una vía de ingreso de los escritores al periodismo. ¿Cómo funciona ahora?

—Me cuesta ver en la generación nueva de escritores que el periodismo cultural sea esa vía de acceso al mundo editorial. Escritoras y escritores tienen ahora su propia manera de difundir sus trabajos y de hacer textos de periodismo cultural en espacios digitales propios, un newsletter por ejemplo, como hace Tamara Tenembaum. Hay otros escritores que van por el lado del columnismo, por ejemplo Fabián Casas y Martín Kohan en PERFIL o Félix Bruzzone en La Nación. Si algo define la época, es que todo está un poco más mezclado. Antes se trataba sólo del suplemento cultural y de escriores que veían el periodismo más como un ganapán que como un fin en sí mismo.

—¿Qué antecedentes te parecen importantes?

—Elvio Gandolfo es un prócer absoluto, marcó rumbos y tiene una agenda propia, no va detrás de la novedad editorial. Homero Alsina creó algo fantástico con el suplemento cultural de El País de Montevideo. Juan Forn pensó lo cultural como algo más desfachatado. Alan Pauls, con esa erudición terrible que tiene, publicó en los diarios piezas que usualmente uno pensaría en un ámbito académico. Mariana Enríquez, en una frontera desdibujada entre la alta y la baja cultura, puede escribir un texto de 15 páginas sobre Stephen King como si fuera Joyce. Habitualmente, cuando los periodistas escriben periodismo cultural, se ponen el saco y la corbata, y estas personas han hecho exactamente lo contrario, han escrito textos con una riqueza de recursos y de miradas novedosa. Pero no veo que sean la mayoría.