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Vivir en una caverna

De pronto, y sin que lo hayamos provocado ni con un gesto mínimo, el destino cruel clava sus garras en el camino de nuestras vidas y ríase usted querida señora de Esquilo, Sófocles y Eurípides, de a uno o los tres juntos.

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De pronto, y sin que lo hayamos provocado ni con un gesto mínimo, el destino cruel clava sus garras en el camino de nuestras vidas y ríase usted querida señora de Esquilo, Sófocles y Eurípides, de a uno o los tres juntos. Eran unos nenes de mamá, unos escritorzuelos románticos que se mandaban unas piezas en tono rosado pálido en las que nunca pasaba nada y todo terminaba bien. En cambio en nuestras pobres vidas reales, sujetos tal como estamos a los avatares que dictan los hados, falla un pequeño resorte en alguna parte y sonamos. Eso: quedamos al garete dándonos la cabeza contra las paredes, gimiendo cosas como “por qué, oh dioses y diosas por qué a mí, ay, qué tremenda desdicha, cómo vamos a salir de esto”, etcétera, etcétera. Y si está usted dispuesto, estimado señor, a murmurar “bah, exageraciones”, lo invito a que haga memoria porque seguro que a usted también le pasó. No me diga que no. Reflexione, vamos. Ah, eso es, se acuerda, ¿no? Se le descompuso el teléfono y quedó usted sordo y mudo a merced de la telefónica, esa que le juró que su teléfono jamás le iba a fallar y que le sigue cobrando, demasiado según usted, ande el aparato infernal o no. Y, para colmo el auto se le quedó en la curva esa en la que hay un bache con el que siempre tropieza y llamó al mecánico que no pudo ir porque está con licencia  y el que lo reemplaza está ocupado en Funes. Además la máquina de escribir entró en cortocircuito y no la puede usar porque corre el riesgo de electrocución (yo le dije que se comprara una computadora). Y ya que estamos la heladera hizo pimmmfuzzz y se paró y no anda. Y del ascensor no digamos y usted vive en el piso once. Sí, ya sé, a veces el destino cruel se ensaña y sólo nos queda sentarnos en la alfombra, cruzar las piernas, relajarnos y meditaaaar, meditaaaaaar, pensar en Buda y en la sabiduría y en la paz y esperar que todo pase. Ajá, sí, en eso estoy. He decidido irme a vivir a una caverna, como nuestros lejanos antepasados. Una caverna es fresca en verano y calentita en invierno y hay lugar para los libros y no hay teléfono ni aire acondicionado ni radio, ni televisión. Dios sea loado, ni electricidad ni timbres ni lámparas ni tecnología ni nada. Y de la caverna, tiempo al tiempo, salimos muy campantes hacia la civilización, que nos hace esto. No hay derecho, vea. Dele, venga, vamos, a ver si de la caverna volvemos a salir y en esa segunda vuelta somos más sabios y por lo tanto nos va mucho mejor.