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Una verde pasión

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Un protagonista siempre vigente en el debate económico nacional, el dólar, transitó por muchas etapas diferentes. Desde el aparente ostracismo a la omnipresencia, ha sido la referencia obligada de la salud de la economía argentina.

Los ciudadanos se han acostumbrados a medir en dólares los precios del mercado inmobiliario, bien no transable por antonomasia, en un claro síntoma que en cuestiones de inversión a largo plazo, como es la constituida en ladrillos y tierras, el único parámetro es la moneda fuerte, referencia en toda la región pero que por estos lados adquiere una fuerza inusitada, casi tanto como en aquellos países cercanos que se han rendido y han dolarizado sus unidades monetarias. En la Argentina, en cambio, la discusión sobre la vigencia de la divisa norteamericana como de curso legal vino acompañada por una cuestión de costumbre (lo que la gente elige hacer) y otra nominal (lo que la ley prescribe que debe hacer).

Normalmente, los gobiernos hablan fuerte sobre el dólar cuando este se rebela y parece escaparse de su control. Ya sabemos que una corrida en el mercado cambiario impacta negativamente en la opinión pública con un argumento que resulta letal para cualquiera que quiera seguir validando su autoridad: la sensación de que no se puede controlar una variable que se escapa hacia el infinito.
Para la cosmovisión productiva, en cambio, la referencia a la moneda norteamericana se torna inevitable cuando la inflación la sepulta y queda retrasada, encareciendo los costos internos y afectando la competitividad decisivamente, con la amenaza latente de pérdida y de caída en la producción, y luego del empleo.

Como en todo análisis económico realista, observar la trayectoria de una variable aislándola del resto del comportamiento de las demás no solo resulta un simplismo sino que también cimenta las bases de políticas económicas condenadas al fracaso más temprano que tarde. Esta obsesión por tapar baches y romper termómetros llevó a ningunear en algún momento el mercado cambiario, calificarlo de marginal y llegar a atar el acceso a un misterioso algoritmo elaborado por la caja negra de la AFIP. O bendecir el libre acceso a un mercado sostenido por el endeudamiento estatal masivo.

Pero lo que no se anima a decir el gobierno de turno es que quien alimenta la inestabilidad crónica que coloca al dólar en un sitial de referente inmutable es su propio desequilibrio fiscal y monetario, que en forma constante ha erosionado la confianza pública en nuestra propia moneda desde hace setenta años, aun en períodos de aparente calma chicha. Mientras no se controle este foco infeccioso, la verdadera grieta de la economía argentina seguirá abierta. Y no hay peor receta que la que “los mercados” motorizan, cuando la política elige oficiar de comentarista en lugar de asumir su rol. Impiadosa, eficaz y urgida. La que contesta con el bolsillo cuando le han hablado con el corazón.