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Una página en blanco: el dolor del asesinato de un equipo periodístico ecuatoriano

Fueron baleados. Fueron asesinados mientras permanecían cautivos por un grupo disidente de las FARC que opera en territorio ecuatoriano. Fueron silenciados por un grupo armado al que se le permitió actuar en el país.

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Ilustración por el equipo periodístico que fue asesinado en Ecuador | Gentileza de Carlos Cueva Beltrán

El silencio invade las redacciones de cada uno de los medios de comunicación ecuatorianos. El silencio de la muerte, de la impotencia, de la ineptitud de quienes tenían en sus manos el poder para decidir cómo rescatar tres vidas, tres historias, a tres apasionados profesionales que no pudieron volver a casa. Fueron 18 jornadas de vigilia las que pasaron familiares, amigos y colegas para exigir su retorno, para aferrarse a la esperanza de que su liberación se daría y que este episodio sería el renacimiento de los que buscaban exponer una historia, pero que en el medio se convirtieron en los protagonistas de una nefasta realidad.

Javier Ortega vivía tranquilo en España, pero regresó a Ecuador a los 18 años para cumplir su sueño de ser periodista. El llamado de la vocación lo sintió tan claro que decidió prepararse en su país y convertirse en comunicador. Empezó, como la mayoría lo hemos hecho, siendo pasante en un medio, y así con esfuerzo fue ascendiendo hasta llegar a diario El Comercio, uno de los de mayor trayectoria del país. Un día salió a trabajar, a difundir un hecho, a realizar una investigación… y no volvió.

Con él iba Paúl Rivas, el encargado de captar las imágenes. Él llevaba el oficio en la sangre, ya que su padre también había sido fotógrafo. Además de disfrutar su trabajo, buscaba transmitir sus conocimientos a su única hija, como quien intuye que su paso por este mundo podía ser fugaz y sentía el compromiso de dejar un legado. Un día salió a trabajar, a retratar un suceso, a revelar una historia… y no volvió.

El mayor de los tres era Efraín Segarra, a quien de cariño llamaban “Segarrita”. Tenía 60 años y más de media vida la había pasado sobre las ruedas. Durante 16 años acompañó a periodistas en sus coberturas, en esas aventuras en las que la adrenalina invade, el temor casi paraliza, pero la responsabilidad de cumplir con la misión es la motivación para continuar. Efraín lo sabía y aunque se sentía nervioso, como le contó a su familia en su última comunicación, no desistió. Por eso, un día salió a trabajar, a trasladar a un equipo periodístico, a conocer una situación que necesitaba ser contada… y no volvió.

Los vimos con sus cuerpos encadenados, abrazados, mirando fijamente a una cámara, mientras trataban de no quebrarse, seguramente para no preocupar a sus familias, para no causar sufrimiento a sus seres queridos, para transmitir calma y aferrarse así a la esperanza de retornar a sus hogares, de abrazar nuevamente a los suyos. Pero no ocurrió.

Fueron baleados. Fueron asesinados mientras permanecían cautivos por un grupo disidente de las FARC que opera en territorio ecuatoriano. Fueron silenciados por un grupo armado al que se le permitió actuar en el país, gracias a una política de fronteras abiertas durante años, potenciada por la incapacidad para manejar la crisis. Falló el Estado. Fallaron las autoridades ecuatorianas. Y sus errores los pagan hoy tres profesionales, que expusieron sus vidas para mostrar a la ciudadanía lo que ocurría en la provincia de Esmeraldas, aquello que nadie mostraba, que nadie cubría.

El dolor me embarga. Pienso en ellos, pienso en sus familias, en sus amigos y en todas las veces que los periodistas nos exponemos para mostrar una historia, para difundir un hecho, para cumplir con tu derecho de estar informado y darte las herramientas para poder tomar decisiones. Es una profesión que se debe a la gente. Es por y para los demás. Por eso, duele. Duele que en medio de esa actividad, que en el ejercicio de la profesión, ellos, Javier, Paúl y Efraín, se volvieron la noticia que nadie quiere dar. Esta noche sus colegas contemplan la página en blanco y sus dedos caen pesarosos sobre el teclado para escribir el terrible desenlace que nadie quería llegar a contar.

Hoy una libreta está manchada de sangre, una cámara rota yace en el pavimento y unas manos trabajadoras fueron forzadas a soltar el volante, a pisar el freno, a desviarse del camino. Tres vidas fueron apagadas. Nos invade el silencio, la impotencia, el dolor. Nos faltan tres…