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Una casa con mil pinos

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Estamos entre guerras, Francis Ponge es correo de la resistencia y durante un tiempo se queda aislado en una casa de la campiña francesa junto a su mujer. La pequeña casa que habita está rodeada de pinos. Ponge sale a caminar todos los días y va tomando anotaciones mentales sobre el crecimiento de estos árboles, de la forma que tienen unos y otros, de sus pequeñas diferencias. Está encerrado con un solo juguete y trata de jugar a lo que puede. Las indagaciones mentales pasan después al papel. Y escribe, como llegó hasta nosotros, el Cuaderno del bosque de pinos.

Ponge tenía una idea rectora, devolverles a las cosas su ontología, hacerlas hablar sin la mediación humana. Una empresa imposible. Pensaba, quizá, que el hombre había sido puesto en medio de la naturaleza para que ella pueda observarse.

Durante la guerra también le faltó el jabón o tuvo un jabón muy pequeño de mala calidad, más parecido a una piedra pómez que a esos rectángulos confortables que venden en las perfumerías. En la nostalgia del jabón escribió un libro de poemas en prosa, en verso, y que también tomaba la forma de una pequeña obra de teatro –entre un jabón, una canilla y una esponja– que tituló, simplemente, El jabón. Después de leerlo es difícil ver un jabón como un objeto mudo.

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Leer a Ponge es como tomar ácido. Uno suele leer muchas veces buscando el contenido del texto, que éste tenga cierta verosimilitud, que lo que se nos cuente esté de acuerdo con nuestros juicios e intereses. Creo que con ese tipo de lectura se pierde una parte esencial del trabajo de un escritor. Y algo de eso viene a decirnos la extraordinaria obra de Francis Ponge: no importa tanto de qué se habla; lo que hay que llevarse de sus libros cuando se los lee es la operación mental que hace el poeta. Todo lo demás, como nuestra vida cuando se somete al estereotipo mecánico de los días, es pura retórica.