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Engaños

Un truco

Hacía años que no jugaba al truco.

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Hacía años que no jugaba al truco. Para la ceremonia patria hacen falta varias cosas en desuso: un puñado de amigos sin nada mejor que hacer, tiempo libre sin horario, un mazo de cartas completo y una infraestructura blanda, blandísima: las ganas de conversar sin decir nada relevante. Es obvio que las reglas del truco, inventadas por nadie y aceptadas por todos, resumen mejor que cualquier antropología una esencia argentina imaginaria, con mucho de real.

Pero si hay algo más interesante que el truco en sí es un grupo de actores jugando al truco. Como su tema es la mentira y no la suerte de las cartas, los actores convierten una mano de truco intrascendente en una paleta de observaciones técnicas. ¿Cómo miente cada uno? ¿Cuándo cree que es más creíble? ¿Y qué hacer para dotar a la mentira de gracia y eximirla de toda crueldad? Mentir para ser querido, venerado, admirado.

Mis compañeros de mesa son casuales y nos ordenamos tirando reyes. Ellos ligan sin parar, nosotros no tenemos nada. Mentimos con audacia y perdemos igual. Ellos no mienten nunca; nos damos cuenta pero no podemos evitar querer ver. Somos el peor equipo del mundo y vamos a perder la partida y la revancha, ya lo sabemos. Qué importa. Perder porotos no es perder. Además, no tenemos los porotos. Alguien menciona una app que sirve para anotar los tantos. Nos parece impropio. Un compañero escritor saca una libreta del bolso. Debe tener cosas más importantes anotadas allí. Pero la presta para reseñar en rayitas la derrota que estamos por asumir.

Yo miento sin parar tratando de que no haya patrón. Es lo que mejor entiendo por mentira: la falta de un canon. Ora sobreactúo, ora me callo como si me hubiera pasado algo gravísimo. Que no se pueda saber si una cosa va pegada a la otra: ¿dependen del énfasis mis 33 de mano o es todo humo puro? Lo cierto es que cuando uno juega al truco debe medir todas sus acciones, las del juego y las otras; mezclar anécdotas reales con las que no lo son tanto, porque mientras se conversa de bueyes perdidos (que no lo son) se pasan las señas, todas deliciosas, como besos, como asombros. Incluso hay que mentir y hay que pasar señas falsas cuando los adversarios te miran de reojo. Hay que engañar a todos, hay que distorsionarlo todo: el mundo entero es tu enemigo. No es inusual que nadie quiera jugar conmigo.

Pero lo mejor del truco es tratar de enseñárselo a un extranjero. No sirve. No funciona. No se puede. Creen que es poker. Y sabemos que no es.