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Un invisible anillo

Escrito en tercera persona (¡ah, qué gran época cuando escribir en primera persona daba pudor!) Isherwood es siempre amable.

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Fui para atrás: había leído hace mucho Mi gurú y su discípulo, y ahora leí Christopher y su gente, el tomo anterior de las memorias de Christopher Isherwood, donde por supuesto es asunto de política (son los oscuros años 30) pero también de sus amigos, en especial de Auden y Stephen Spender. Escrito en tercera persona (¡ah, qué gran época cuando escribir en primera persona daba pudor!) Isherwood es siempre amable, ágil, y tiene la suficiente inteligencia y lucidez para, llegado a Estados Unidos desde una Berlín que se le había vuelto ajena, ejercer una mirada crítica sobre su país de residencia (Nota para mí mismo: comparar las descripciones de Isherwood sobre Hollywood con las de Luis Saslavsky en La fábrica lloraba de noche). Auden y Spender son tratados con cariño, pero también con (demasiada) conciencia de lo que es una amistad literaria.

A veces siento que soy el único que sigue leyendo a Spender. Vuelvo a él de vez en cuando (demasiado seguido para un poeta que nunca me interesó del todo, y que cada vez me interesa menos). Pero sigo disfrutando como el primer día de un breve poema llamado “A mi hija”: “Mientras ahora vamos caminando, mi hija/ Alegremente aferra un dedo mío con toda su mano./ Toda mi vida sentiré que un invisible anillo/ Circunda ese hueso con su brillo; cuando crecida/ Esté muy lejos de hoy, como sus ojos ya lo están”. La idea del anillo invisible, además de hermosa, me parece una potente metáfora de muchas otras cosas, como quien dice “Esta tarde tenía tantas ganas de hacer tantas cosas… ¡pero al final no hice ninguna!” Hay en ese lamento, como en la cita al anillo invisible, el vestigio de algo que pasó, que pasó sin que nos diésemos cuenta, que pasó sin haber pasado y que sin embargo nos afecta realmente. ¿Será el anillo invisible la metáfora de la poesía toda entera?

A Auden sí vuelvo todo el tiempo, nunca me fui de él. Cambian mis preferencias sobre sus diversas épocas, como cambian mi cabello, ahora ya canoso y demasiado débil para dejármelo por los hombros. Mi pelo se parece a una cita de lo que supo ser mi pelo, y Auden también es una cita para mí, en su doble sentido: cita como mención al pie de página (llamada a la gran tradición romántica de la que fue el último avatar), y también cita como el acuerdo muto de un encuentro: tengo una cita con Auden. Ahora con el Auden del final, del final final, de Gracias, niebla, su último libro, escrito a principios de los 70, después de dejar Nueva York y regresar a una Inglaterra que, como Berlín a Isherwood, también se le había vuelto ajena.

Pero Auden extraña la niebla londinense, a la que “tenía olvidada por completo”. Así se lee en el primer poema del libro –que lleva el mismo título que el propio poemario– donde además escribe un inolvidable párrafo final, que parece condensar sus preocupaciones políticas radicales de juventud (aplicadas aquí a la prensa) con una luminosidad que, tal vez, sólo se logra con la edad (Nota para mí mismo: ver cómo Auden logra volver luminosa a la niebla). Leamos: “Ningún sol estival logrará nunca/ disipar la total oscuridad/ vertida en los periódicos,/ que vomitan en una mala prosa/ los sucesos inmundos y violentos/ que la estupidez nos impide prevenir./ Nuestra tierra es un lugar triste,/ pero por esta tregua especial,/ tan sosegada y sin embargo tan festiva,/ gracias, gracias, gracias, Niebla”.