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Un escenario, dos conflictos

Alguna vez, en estas mismas páginas, me mostré de acuerdo con que se pusiera un freno al antisemitismo en las redes sociales, y unos cuantos, en las propias redes, salieron por ese motivo a insultarme (recuerdo, por ejemplo, al productor de un programa para mamás de un canal de cable neuquino).

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Alguna vez, en estas mismas páginas, me mostré de acuerdo con que se pusiera un freno al antisemitismo en las redes sociales, y unos cuantos, en las propias redes, salieron por ese motivo a insultarme (recuerdo, por ejemplo, al productor de un programa para mamás de un canal de cable neuquino). Por fuera de esos límites más o menos previsibles y generales (aunque no, por lo dicho, unánimes), soy en lo personal partidario de que se deje hablar a todo el mundo. Así sin más: que hable el que se le antoje. Incluso el mentiroso, incluso el cínico, incluso el canalla, incluso el corrupto, incluso el dañino, incluso el que no deja hablar a los otros: si quiere hablar, que hable. Acuerdo con que en ciertas circunstancias se fuerce una situación para poder tomar la palabra, para poder manifestar una postura (sobre todo cuando esa postura, aunque involucre asuntos graves, está siendo desoída o desatendida). Pero no me convence, en cambio, que se haga eso mismo para impedir que hable otro.

Supongamos el caso del funcionario que hostiga la educación pública, o bien del que participa de un modelo que amenaza la industria del libro (soy profesor y soy lector: las dos cosas me tocan de cerca). Considero que hay que repudiarlos, refutarlos, combatirlos, repelerlos: pero no hay que hacerlos callar. Considero que hay que hacerlos retroceder: pero no hay que hacerlos callar. Entre otras razones, por la siguiente: porque nada les sienta mejor a las mezquindades de su proceder que el poder darse por censurados. Ahí se instalan, acaso secretamente exultantes, y persisten, tanto mejor, en sus afanes de vaciamiento.

Pero hay en todo esto una coincidencia que resulta, en verdad, muy llamativa. Un mismo sitio, el mismo exactamente: el predio de Palermo de la Sociedad Rural Argentina. Y a la vez, en algún sentido, lugares bien distintos: la pista de exhibición de las vacas y los toros, en la inauguración de una Exposición Rural; la Sala Jorge Luis Borges, en la inauguración de una Feria del Libro. En la primera ocasión, en agosto de 1988, daba su discurso Raúl Alfonsín, el presidente de la Nación, entre rechiflas generales y ostensibles abucheos, gritos hostiles, burlas inmundas. Entonces, en un momento dado, hastiado por la intolerancia y habermasiano como era, exclamó con el más genuino enojo: “Es una actitud fascista no escuchar al orador”. Yo no era alfonsinista, era otro mi pensamiento; pero admiré inmediatamente su réplica, diré incluso que me conmovió.

La segunda ocasión es muy reciente, fue al abrirse la Feria del Libro que ahora mismo se está desarrollando. Pablo Avelluto y Enrique Avogadro, ministro de Cultura de la Nación y ministro de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, se vieron interrumpidos por una protesta en contra del gravísimo proyecto de reforma que llevaría al cierre de veintinueve profesorados. Ellos tildaron de “fascistas” a los manifestantes que allí irrumpieron, y acabaron por retirarse de la ceremonia. No estuvo involucrado el presidente de la Nación, esta vez, ya que se ausentó del acto (no sé si por sentirse ajeno al entorno de una Feria de Libro, como se dijo, porque en la de París, hace unos años, yo mismo lo vi: asistió). Esta vez fueron dos ministros los que debieron afrontar la fricción y la aspereza. Claro que hay muchas maneras de no dejar hablar al otro. Una, por ejemplo, consiste en negarse a recibir a los que quieren hablar, a los que tienen algo importante para decir: es lo que viene haciendo la ministra Soledad Acuña.

Salta a la vista, en cualquier caso, el fuerte contraste que surge entre un conflicto y el otro: Raúl Alfonsín, en aquel entonces, entraba en disputa con los sectores más reaccionarios y privilegiados de la realidad social argentina, los más ligados al poder económico concentrado, los más mezquinamente convencidos de ser ellos la esencia misma de la argentinidad; los ministros del gobierno actual, por su parte, entraron ahora en disputa con uno de los sectores más pauperizados y precarizados del país, los trabajadores de la educación pública, los formadores de docentes, los que enseñan a enseñar.