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Tropas y trolls

Leo un informe de la Universidad de Oxford que señala al gobierno argentino como uno de los que han hecho de la práctica troll un hábito político: Troops, Trolls and Troublemakers: A Global Inventory of Organized Social Media Manipulation está firmado por Samantha Bradshaw y Philip N. Howard y está bien disponible en las redes, tanto como las propias opiniones de trolls sobre diversos temas.

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Leo un informe de la Universidad de Oxford que señala al gobierno argentino como uno de los que han hecho de la práctica troll un hábito político: Troops, Trolls and Troublemakers: A Global Inventory of Organized Social Media Manipulation está firmado por Samantha Bradshaw y Philip N. Howard y está bien disponible en las redes, tanto como las propias opiniones de trolls sobre diversos temas. ¿Qué hago para constatar la veracidad del estudio? ¿Cómo saber si no se trata de un zigzag de ouroboros –esa serpiente que se muerde la cola– y si todo el trolaje no recicla y retroalimenta en realidad su propio universo de ficción?

El informe parece rubricado y pone a Argentina, México, Azerbaiján, Irán y Ecuador como ejemplos de países en los cuales son los gobiernos –y no agencias de publicidad– los que contratan tropas cibernéticas. Menciona al extinto Ministerio de Comunicaciones y la propia Presidencia como contratantes de este ejército de troublemakers (creadores de problemas) que pagamos los contribuyentes. Esta práctica robótica para generar opinión y distorsión está bien naturalizada y extendida. Y supongo que seguirá estándolo hasta que la ley decida considerarlo alguna forma de delito. Tras años de actividad troll comienza a verificarse una tendencia: las opiniones de usuarios reales deben parecerse a las de los trolls para ganar verosimilitud. Hay no sólo una práctica troll, sino también una estética. El comentario troll se caracteriza por su bestialidad (que produce impacto) y su poder de difusión veloz, como un chiste; una mezcla exacta de presunta ingenuidad, morbo, humor, brutalidad, concisión y mentira: los ingredientes de la exageración. Lo mismo pasa con los eslóganes de campaña. Los folletos por debajo de mi puerta abandonan la descripción de ideologías y propuestas para dedicarse –por ejemplo– a prepotear a otros candidatos. Moreno sugiere enfáticamente que Lousteau se peina como un chico y se masturba como un chico y se pregunta: “¿A quién cree usted que obedecerán los comisarios?”. No da respuesta. Pero pone una foto de Lousteau en gesto de “yo qué sé” y al lado una propia con cara de cana y el dedito en alto. Otros candidatos amplían en afiches que afean toda la ciudad ya feísima unas fotos que son evidentemente selfies, quizás para crear la ilusión de que no hay una agencia de publicidad detrás, sino gente con empuje, un empuje como para sacarse su propia foto casera de campaña.

La investigación de Oxford concluye que “no hay dudas de que los usuarios individuales pueden echar a circular discursos de odio y trollear a otros usuarios. Desgraciadamente, esto es también un fenómeno organizado, con gobiernos y partidos políticos que adjudican recursos significativos al uso de las redes sociales para la manipulación de la opinión pública”. Si no es un crimen ético, al menos sí es uno económico.