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Televisión y antropología

Vemos gente caminando por una calle de Damasco, llena de comercios y bares, aun en plena guerra.

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No miro mucha televisión, pero de lo poco que veo casi siempre me detengo en Al Jazeera y en Telesur. ¿Me habré entregado al eje del mal? ¿Tengo añoranza de los buenos viejos tiempos del Brics? No, no es eso. Es algo estético o escenográfico, pero no menor. Algo que en otras épocas hubiéramos llamado “ideologías dominantes de la comunicación”: en esos canales se ven imágenes, lugares, sitios, calles, gente, que no se ven ningún otro lado. Dicho de otra manera: que se censuran en los demás canales de noticias internacionales. Vemos gente caminando por una calle de Damasco, llena de comercios y bares, aun en plena guerra. Vemos notas en puentes de Moscú, con chicos punks detenidos por la policía. Vemos a una madre marroquí cuyos dos hijos están detenidos en Melilla, temerosa de que su tercer hijo huya en alguna barcaza por el Mediterráneo. Vemos el boom de las galerías de arte en Beirut. Vemos rostros, lenguas, modos que no están presentes jamás en otras pantallas. En verdad, casi no presto atención a lo que dice el periodista, a lo que va hilando el relato periodístico, me interesa mucho más ese segundo plano –como los extras cargados de politicidad de los que habla Georges Didi-Huberman–, el efecto que causan esos escenarios, esas miradas urbanas, esas masas que están allí, como testimonio de la crueldad de la época. La BBC y la CNN también “informan” lo que sucede en ese otro mundo (que incluye a Rusia, la segunda potencia militar del planeta, a China, la primera economía mundial…), pero lo hace bajo el paraguas de lo que bien podríamos llamar “estética del balcón”: la cámara se instala en lo alto –en un hotel cinco estrellas, en una colina con vista panorámica, en un parque en altura– y desde allí se relata lo que pasa debajo, a lo lejos. En cambio, cuando sí aparecen esos rostros de cerca vemos que no son sólo víctimas de tal o cual atentado o bombardeo, no son tampoco potenciales terroristas o migrantes indeseables. Son rostros. Rostros en segundo plano, inmersos en la vida cotidiana del contrafrente de la historia. Corresponde a nosotros, a nuestra mirada, otorgarles a esos rostros anónimos su dimensión ética, abolida por los medios de comunicación hegemónicos.

De vez en cuando también miro El sultán, telenovelón turco que emite Telefe. Narrativamente es un bodrio, y el doblaje al español es insoportable. Pero lo interesante es el punto de vista de la historia. Ambientada bajo el mandato de Solimán, el Magnífico –entre 1520 y 1566– el Imperio Otomano es presentado como un mundo sofisticadísimo, lleno de artistas e intelectuales, joyas y palacios de una arquitectura increíble. Y a la inversa, Venecia (¡Ah, la Venecia de la alta cultura!) es descripta como un reducto de mercaderes, de negociantes que compran barato y quieren vender caro. Una princesa española, católica y por lo tanto atrasada, cae en manos del Sultán. Rápidamente queda fascinada por las ropas, la cultura, la comida y el estilo de vida oriental, hasta enamorarse perdidamente de su raptor (que finalmente deja que se escape, para evitar males geopolíticos). Debo haber visto unos diez capítulos y nunca escuché la palabra “Renacimiento” (época en la que, para Occidente, transcurre la acción). Los supuestos bárbaros son cultos, finos, humanistas, apoyan las ciencias y las artes más que ningún otro pueblo de la época.