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EN DEUDA

Recuerdos del capitalismo

Como la democracia, es imperfecto pero sus errores son corregibles, aunque aquí no lo hacemos. Retrocesos.

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JULIO TERMINA EN AGOSTO Julio De Vido | PABLO TEMES
La democracia es el sistema político “menos malo” inventado hasta el momento, y por eso necesita que estemos muy atentos para que no se desarrollen prácticas demagógicas ni imperen conductas autoritarias por parte de sus actores más relevantes. Algo parecido ocurre con el capitalismo. Es indudable que “el mercado” comete muchos errores. Que algunos de los supuestos básicos que deberían orientar las conductas de los agentes económicos no siempre se cumplen. Y que si bien algunos países emergentes han logrado en las últimas décadas avances relevantes en la calidad de vida de su gente, todavía el número de casos de países efectivamente desarrollados sigue siendo bastante acotado. Sin embargo, no se inventó hasta ahora un sistema económico mejor para generar bienes y servicios de calidad y en cantidad suficiente para satisfacer la demanda de la población mundial. Es decir, dos de los principales mecanismos que regulan el poder (económico y político) son claramente imperfectos.

Desequilibrios. Se supone que el Estado podría compensar, al menos parcialmente, los desequilibrios generados por el mercado y por la democracia. Y, al menos en términos teóricos, existe un interesante menú de políticas públicas con la capacidad de promover, por ejemplo, un piso mínimo de igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos.

Lamentablemente, la experiencia histórica sugiere que los errores del capitalismo y de la democracia rara vez son compensados por políticas públicas bien diseñadas, ejecutadas y controladas. Por el contrario, el aparato del Estado suele ser capturado por élites depredadoras que se apropian de recursos de los contribuyentes para perpetuarse en el poder. En consecuencia, el Estado termina siendo, demasiado frecuentemente, más bien parte del problema que de la solución. En el caso argentino, para peor, la pésima calidad de la política pública y el financiamiento inflacionario de un déficit fiscal crónico ha vuelto a los fracasos del Estado el principal problema de gobernabilidad que enfrenta el país. Y en la última década y media, debido al impresionante incremento del tamaño y de la presión tributaria, el Estado se convirtió en un obstáculo para el crecimiento: ahoga a los ciudadanos, asfixia a las empresas, desalienta el ahorro, el consumo y la inversión productiva.

Los idealistas que aspiramos a construir en la Argentina una sociedad moderna, democrática, inclusiva, dinámica y competitiva reconocemos, perplejos, que el caso reciente más exitoso de desarrollo económico acelerado es el chino, en el que el Estado ha tenido un papel esencial y donde, obviamente, no están garantizados los derechos y garantías a los que aspiramos como ciudadanos libres según la tradición occidental. Ni siquiera se trata de una “democracia no liberal”, un sistema donde hay elecciones relativamente libres y justas aunque se gobierne en contra de los principios liberal-democráticos clásicos y se intente controlar y reformar la sociedad “desde arriba”. Esto ocurre actualmente en varios países como Turquía, Hungría, ahora también Polonia, siendo generosos incluso Rusia.

Pues bien, este sistema siempre imperfecto que es el capitalismo funciona aquí en la Argentina mucho peor que en el promedio de los países. Nuestro estancamiento de los últimos seis años queda aún desdibujado cuando se lo contrasta con el recorrido de los últimos 40 años: ahí entramos en una dinámica de reversión del desarrollo que no hemos podido frenar. Mientras la enorme mayoría de los países del mundo, incluidos los de la región, de forma no lineal ni ausente de conflictos de todo tipo, lograron en general mejorar sus condiciones de vida, nosotros fuimos para atrás. En rigor de verdad, en nuestro caso la brecha de ingreso frente a los países más avanzados comenzó a ensancharse bastante antes, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial.

Posdebacle.
Debido al tremendo impacto negativo de la gran crisis del 2001, hemos estado desde entonces ensimismados tratando de reencontrar, hasta ahora con escasos resultados, un forma de convivencia civilizada que nos permita aprovechar las oportunidades que nos sigue dando el mundo dado el enorme potencial que tiene nuestro país. Nos cerramos sobre nosotros mismos, ignoramos los debates y muchas de las ideas que enriquecieron la visión de los líderes mundiales, nos aislamos económica, política y sobre todo intelectualmente. En el ínterin, le hicimos creer a buena parte de los ciudadanos, con una exagerada dosis de irresponsabilidad, que era posible consumir sin producir, incluso sin trabajar. Más aún, que la riqueza podía generarse de forma artificial e incluso arbitraria: fruto de meras decisiones políticas. El intervencionismo extremo y un ecosistema de ideas y valores anti-empresa fueron promovidos por una mayoría circunstancial con amplio apoyo y legitimidad social. El daño ha sido enorme. Por eso no hay ni hubo “segundo semestre”, por eso los “brotes verdes” son apenas rebotes técnicos que no llegan al conjunto de la sociedad.

El caso Pepsico condensa los prejuicios anticapitalistas y el desacostumbramiento con las prácticas características de la economía moderna. Abren y cierran empresas todo el tiempo. Se mudan, amplían plantas, buscan mejorar la eficiencia, también estímulos fiscales y ventajas financieras. Las grandes empresas, sobre todo las multinacionales, pueden invertir en múltiples localizaciones. Para que lo hagan en la Argentina, tiene que haber rentabilidad. Pepsico cumplió con todos los procedimientos prescriptos en la ley. Pudo haber tenido errores de comunicación, tal vez el timing (a un mes de las PASO) no fue el ideal, pues todo tiende a politizarse de la peor manera posible. Pero si una empresario advierte que enterrar dinero en la Argentina implica un cepo regulatorio, sobre todo en la legislación laboral, los más perjudicados serán los más pobres que tendrán menos empleo, menos oportunidades de desarrollo.

El capitalismo es lo que es, no lo que nos gustaría que fuera. Funciona así. Lo aceptamos, y hacemos todo lo posible por sacar lo mejor que tiene, o seguiremos condenados a esta decadencia secular.