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Poesía dominical

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A Víctor Hugo lo echó el Gobierno. Pero es apenas un detalle en algo más grande y más temible: el Gobierno –a través de negocios, prebendas, aprietes y todo tipo de transacciones– controla la mayor parte de los medios de comunicación. Es un ambiente agobiante, ominoso, asfixiante. En las pantallas se vive en un clima de fiesta (la fiesta del resentimiento y la ignorancia), mientras nosotros nos sumimos en una desdicha que seguramente será cada vez peor. Alcanza con que un grupo de periodistas –moderado, tibio, liviano– marque algún tipo de crítica para que inmediatamente el Gobierno lance a sus fuerzas de choque mediáticas, más una catarata de trolls a los que, como denunciaban sobre otros asuntos los caceroleros indignados de antaño, pagamos con nuestros impuestos (al Grupo Clarín también lo estamos manteniendo nosotros). Como es igualmente evidente, el Gobierno también controla la mayor parte de la Justicia, de los sindicatos y una parte de la oposición, con idénticos métodos que con los medios. Sumado, sobre todo, a una política económica que no tiene otro fin que el de ejecutar una inmensa transferencia de recursos de los sectores populares, medios bajos y medios a los grandes grupos concentrados y al sistema financiero. Al lado de todo esto, cualquier otra cosa es un juego de niños.

Ahora bien, nada de esta situación justifica que Página/12, en su edición del domingo pasado, haya publicado en su contratapa un ¿poema? de Víctor Hugo Morales. Aun en la desgracia hay un cierto pudor, elegancia y narcisismo que conviene no sobrepasar. No teniendo nada más que agregar, luego de la lectura de dicho ¿poema? giré mi cabeza y el azar me llevó a las obras completas de José Juan Tablada, uno de los más grandes poetas mexicanos, nacido en 1871 y muerto en Nueva York en 1945. Vida extraña, por no decir dual, la de Tablada: desde el punto de vista político, siempre estuvo mezclado en asuntos oficiales e institucionales: fue secretario del Servicio Exterior del presidente Carranza, y antes había sido fuertemente opositor a Madero (lo ridiculizaba en una revista satírica llamada Madero-Chantecler). Pero desde el punto de vista literario, su poesía –moderna hasta la médula– es de una rareza y un exotismo incomparables.

En Exégesis, de 1918, escribe: “Es de México y Asia mi alma un jeroglífico”. Y luego da la explicación: “¡Quizás mi madre cuando me llevó en sus entrañas/ miró mucho los Budas, los lotos, el magnífico/ arte nipón y todo cuanto las naos extrañas/ volcaron en las playas naturales del Pacífico!”. Lector de Apollinaire, amante de los juegos visuales, introductor del haiku en castellano, su lugar en la poesía moderna mexicana es sólo comparable con el de López Velarde, sólo que, en la división de tareas, a López Velarde le tocó la del poeta nacional y a Tablada la de la rareza y el refinamiento (lugar que, en verdad, debería compartir con Renato Leduc). No tengo ya espacio para una digresión sobre Leduc, prefiero entonces ofrecer una cita de su talento, de un poema llamado La conversión, de 1933: “Pensamos que ya era tiempo de ser románticos,/ y entonces/ confeccionamos un paisaje ad hoc,/ saturado del más puro idealismo,/ y barnizamos la luna/ de melancólico color.// Adquirimos también/ una patria y un dios/ para los usos puramente externos/ del culto y del honor”.