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Apuntes en viaje

Perros

En el colectivo leí la contratapa donde dice que Steinbeck hizo ese viaje con Charley, un caniche. Mi decepción fue inmediata. No me gustan los caniches.

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En el colectivo leí la contratapa donde dice que Steinbeck hizo ese viaje con Charley, un caniche. | marta toledo

Hace bastante que quiero leer Viajes con Charley, de John Steinbeck. Desde que en alguna biografía del escritor leí que había recorrido Estados Unidos con su perro y había escrito un libro sobre esa experiencia. Hace uno o dos años lo compré en Mercado Libre junto con las Causeries de Mansilla. Pero cuando fui a retirarlos el vendedor sólo me había llevado el de Mansilla. Me enojé y no volví por el de Steinbeck, no perdono que alguien me haga perder el tiempo. Encima el vendedor tuvo el tupé de calificarme mal “porque nunca retiré el producto”. Un par de semanas atrás me acordé de nuevo del libro hablando de La dama que se transformó en zorro, de David Garnett, uno de mis libros preferidos de los últimos años. Y porque había ido a la librería a buscar Animales, de Hebe Uhart, y no lo tenían. Volví al buscador de Mercado Libre y encontré un ejemplar a buen precio, una edición de Sudamericana. Hoy fui a buscarlo, a una casona de San Cristóbal. Había una cuadrilla perforando la vereda y pensé que no iban a escuchar el timbre, que yo no escucharía el portero eléctrico, que me iría de allí otra vez sin el libro. Pero no.

En el colectivo leí la contratapa donde dice que Steinbeck hizo ese viaje con Charley, un caniche. Mi decepción fue inmediata. No me gustan los caniches. Por qué alguien elegiría de compañero de viaje a un bicho chillón, que ladra porque sí, todo el tiempo, y que parece un muñeco estropeado. Steinbeck, el de Las viñas de la ira, Al este del paraíso, El ómnibus perdido, ¿por qué tendría un perro así?

El libro arranca hablando de la picazón de los viajes, el autor dice que es algo contra lo que no puede luchar, que está en su naturaleza, y dice que un día se dio cuenta de que escribía sobre un territorio del que no tenía noticias hacía más de 25 años. (Me pregunto si ese otro viaje al que hace referencia es el que hizo por la América profunda durante la Depresión de los años 30. Cinco o seis crónicas hermosas y demoledoras que leí hace bastante). Así que decide comprar una camioneta acondicionada como una casa pequeña y echarse a la ruta. Pero no lo hará solo, sino con Charley, un perro de agua francés de gran tamaño.

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Perro de agua me gusta más que caniche. Gran tamaño no me cuadra con esos ovillos de lana odiosos que estuvieron de moda hace unos años y de los que todavía me topo un montón en la plaza. ¿Pero qué vendría a ser un perro de agua francés? ¿Por qué el traductor lo simplifica a un ramplón caniche? ¿Son lo mismo pero Steinbeck, porque quiere a su perro y está orgulloso de él, lo ve enorme?

Cuando llego a mi casa lo busco en imágenes de Google. El perro de agua francés ¡es hermoso! Apenas si tiene en común con la peste enrulada, el pelaje de señora con permanente que salía de la peluquería de la China, en mi pueblo, en los 80. Me tranquiliza que, al fin y al cabo, Charley no sea un caniche. Y no entiendo el berretín del traductor de encajarle a Steinbeck un perro así.

Hace dos años tenemos una perra. Viajamos bastante con ella y los dos gatos. A ella le gusta ir en auto, dormir o mirar por la ventanilla cerrada el paisaje que pasa velozmente y que a veces la aburre hasta el bostezo. Una vez viajamos mil kilómetros bajo la lluvia. Diez horas de lluvia intensa, desde Buenos Aires a Chaco, si es que esto es posible (lo fue). Había muerto una amiga muy querida. La perra, en el asiento de atrás, me miraba callada. Cada tanto se echaba y se rascaba un poco el hocico antes de apoyar la cabeza en sus patas delanteras, sin dejar de mirarme.