COLUMNISTAS
Opinión

Pedirle a un poeta

Hubo un momento, a fines de los 80, durante los 90, en que John Ashbery era una referencia permanente.

Imagen Default de Perfil
Portal Perfil.com | Perfil.com

Menos mal que el gobierno anterior hizo el CCK y el Polo Tecnológico, si no Macri hubiera tenido que recibir a Angela Merkel en un metrobus. Hablando de recibir, no sé por qué, pero hace unos días recibí por mail una invitación del Instituto Cervantes de Nueva York a la actividad que se llevó a cabo el miércoles pasado: John Ashbery fue recibido como miembro de honor en The Raymond Roussel Society, evento que cerró con una conversación con el poeta acerca del legado de Roussel en el arte contemporáneo. La relación de Ashbery con la poesía argentina es curiosa (hablo con la impunidad de no ser poeta y de ser poco argentino). Hubo un momento, a fines de los 80, durante los 90, en que era una referencia permanente. Más allá de que no ejerció una influencia notoria (¿y cómo podría ejercerla?) sus poemas eran muy traducidos entre nosotros (todavía recuerdo el excelente dossier que le dedicó Diario de Poesía, y hasta se lo publicó en revistas en las que la literatura ocupaba un lugar decorativo, como Confines) y su nombre aparecía sin cesar en la conversación literaria. Ahora, al contrario, parece algo abandonado, como un lugar común algo desgastado. A mí me sigue gustando mucho Ashbery. Incluso en sus peores libros, en esos en que el programa digresivo no funciona y todo parece demasiado forzado, aun así, siempre hay alguna frase impecable, algún pasaje muy logrado.

Menos traducidos al castellano son justamente sus escritos sobre Roussel, sobre arte moderno y contemporáneo, y sobre otros asuntos. Algunos son netamente informativos, casi modestos, pero siempre claros y a contramano de la fuerte tradición antiintelectual norteamericana, que por cada poeta genial en esa línea (William Carlos Williams) da decenas de escritores calamitosos (casi todos traducidos por Penguin-Random House). Otras veces son intervenciones precisas, como el prólogo a Raymond Roussel and the Republic of Dreams, de Mark Ford, biografía tal vez superior a la de François Caradec, lo que ya es mucho decir. O su participación en el número de la revista francesa Bizarre dedicado a Roussel (Nº 34, septiembre de 1964), en el que escribe un muy agudo artículo sobre las versiones teatrales de Impresiones de Africa y Locus Solus. Otras veces son laterales, pero perfectas: el célebre número de la revista L’Arc dedicado a Roussel lleva la tapa ilustrada con una foto del rostro de R. en 1925 “perteneciente a la colección privada de John Ashbery”. Y sobre todo Ashbery dio a conocer allí En La Habana, relato maravilloso e inconcluso, hasta entonces desconocido, de lo mejor que escribió Roussel (en castellano apareció en otro número de Diario de Poesía).

Sus críticas de arte son igualmente interesantes. Muchas de ellas están compiladas en Reported Sightings. Art Chronicles 1957-1987 (Harvard University Press, 1991). Extraño que ninguna editorial se haya ocupado de traducirlo al castellano. En caso de que eso algún día ocurra, entre otros textos, vale la pena reparar en el artículo sobre Parmigianino, de 1964, obviamente el antecesor directo de Autorretrato en un espejo convexo, de casi diez años después, y en la forma en que lee la tradición romántica y surrealista, de un modo casi programático para su obra posterior. Siempre me pregunté por qué Ashbery nunca escribió sobre Flaubert. Quizás sea demasiado pedirle.