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Dice Isabel Allende en Mi país inventado, “Lo primero que ofrecemos al visitante es un ‘tecito’, un ‘agüita’ o un ‘vinito’.

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Dice Isabel Allende en Mi país inventado, “Lo primero que ofrecemos al visitante es un ‘tecito’, un ‘agüita’ o un ‘vinito’. En Chile hablamos en diminutivo, como corresponde a nuestro afán de pasar desapercibidos y nuestro horror de presumir, aunque sea de palabra”.

En Buenos Aires también hablamos en diminutivo. Pero nuestro diminutivo no es muestra del afán de pasar desapercibidos y mucho menos del horror de presumir, tan ajeno –dirían otros latinoamericanos– a la condición porteña. Nuestro diminutivo suele significar otra cosa bien distinta.

Las manifestaciones de la cortesía, que es eso lo que representa muchas veces el diminutivo entre nosotros, son múltiples y extrañas. Cuando alguien nos quiere hacer “una preguntita”, no le reclamamos que sea efectivamente breve. Cuando alguien nos pide “un vasito de agua”, no le alcanzamos una medida de enjuague bucal, sino un vaso hecho y derecho. Y si se necesita “un lapicito” no es porque se esté buscando un lápiz diminuto.

Los porteños sabemos bien que “un cafecito” no es un ristretto, para nada. Es, antes bien, nuestra forma particular y simpática de pedir “Un café, por favor”. De hecho, cuando algún funcionario nos avisa que deberemos esperar “un momentito”, tenemos claro que la espera puede dilatarse. Pero también tenemos claro –difusa, inconscientemente claro– que el funcionario ha intentado mostrarse afable.

Como han comprobado hace ya varias décadas algunos especialistas, la cortesía se trata de “salvarle la cara” (o cuidarle la imagen) al interlocutor. Puesto que la imagen pública –lo sabemos sin necesidad de profundizarlo– es vulnerable y toda palabra impropia puede amenazarla, buscamos (con el discurso) salvaguardarla cooperativamente.

Eso implica, desde luego, que uno trata al mismo tiempo de cuidar la imagen propia. Porque las expresiones desubicadas, impositivas o intolerantes solo aumentan la agresividad inherente a los intercambios sociales. Dañan la cara –es decir, la imagen– de quien recibe la expresión y, en simultáneo, dejan al desubicado, impositivo e intolerante, parado en un lugar desfavorable del que cuesta volver.

Por el contrario, la comunicación cortés pretende aceitar las relaciones discursivas con el fin de predisponer bien –colaborativamente, digamos– a quienes dialogan. Sobre el presupuesto de la existencia de un potencial virulento, las fórmulas corteses no hacen otra cosa, en definitiva, que contrarrestar ese potencial en atención a que las relaciones sociales resulten pacíficas.

Pero los expertos no se quedan en esta descripción. La cortesía también se asienta en la racionalidad. Una racionalidad que define un cálculo de costo-beneficio en función de los objetivos que persigue. Dicho con términos más llanos, quien habla selecciona –a veces, con premeditación; a veces, de modo casi irreflexivo– una estrategia adecuada a sus propósitos.

El diminutivo, desde este punto de vista, resulta ser un recurso eficaz para atenuar la incomodidad característica de todo pedido y para reforzar sutilmente la camaradería. Como si se disimulara ese pedido tras un velo que lo empequeñece. Como si el pedido no tuviera mayor importancia ni requiriera demasiada dedicación ni demasiado esfuerzo.

Eso sí, los demás latinoamericanos no nos entienden. Mientras los chilenos usan el diminutivo para pasar desapercibidos, los que vivimos de este lado del Río de la Plata

lo hacemos, más vale, porque lo que es “chiquito” siempre parece merecer una mirada tolerante. Y, en medio de la irritación que nos rodea en esta ciudad fustigada por un trajín insano (¡perdonen los demás argentinos la normatividad endocéntrica porteña!), no viene mal un poco de intercambio apaciguado, aunque sea de palabra.

*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.