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Lula vale a luta

Mi mamá se despertó bastante tarde de su siesta y vino a nuestra parte de la casa de campo anegada en llanto.

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Mi mamá se despertó bastante tarde de su siesta y vino a nuestra parte de la casa de campo anegada en llanto. “¿Qué pasó? ¿Lo mataron?” Se refería a Luis Inácio Lula da Silva, cuya compleja y postergada entrega a las fuerzas de la represión habíamos seguido durante horas el sábado pasado.

“No, no”, le contesté para tranquilizarla un poco, “Lula está más vivo que nunca”.

Mi primer recuerdo político es muy parecido a este nuevo episodio: mi mamá llorando en un Renault Dauphine tuneado por mi papá. Entonces, ella murmuraba mientras lloraba desconsoladamente y me abrazaba: “Lo mataron, lo mataron”. Se refería a Ernesto Guevara, quien fue capturado y ejecutado clandestinamente por el ejército boliviano con la colaboración de la CIA el 9 de octubre de 1967.

Solo con el tiempo (entonces yo tenía 8 años recién cumplidos) comprendí cabalmente la dimensión del episodio.

Cincuenta años después, la cabeza de mi mamá le jugó una mala pasada (mil veces le he dicho que no se duerma con la televisión prendida) y confundió un mal sueño con la realidad. O mejor: confundió una pesadilla con el mal sueño que es nuestra realidad: Lula preso después de que el Tribunal Supremo fallara (¡por solo un voto!) en contra del recurso de hábeas corpus que su defensa había presentado para liberarlo de una condena que no resiste el menor análisis jurídico.

Secretamente, tanto ella como yo nos prendimos a nuestros televisores esperando (deseando) un 45 brasileño, que no sucedió.

Según las encuestas (en las que nunca creo pero que esta vez me conviene citar), Lula habría de ganar ambas rondas (primera y segunda) en las próximas elecciones presidenciales. Encarcelarlo con argumentos poco convincentes, que serán revisados en los próximos meses, durante la apelación, es encarcelar las esperanzas de una nación.

Lo mismo sucedió en Cataluña, donde el ex presidente de la Generalitat y diputado electo tuvo que renunciar “provisionalmente” a su candidatura a la presidencia para resolver el entuerto político creado por la Corona española, que conserva en la cárcel a su segundo, Jordi Sánchez, mientras las dos reinas (la griega y la plebeya) brindan un triste espectáculo ante las cámaras de ¡Hola!

Recién salido de la cárcel berlinesa, Carles Puigdemont se preguntó en público: “¿España tiene un proyecto para Cataluña? Nos gustaría verlo y discutirlo, estamos dispuestos a escuchar”.

De Madrid a Brasilia se tiende una misma línea divisoria en una Justicia burguesa que, por un lado, considera que la figura regia (el rey Juan Carlos de Borbón) es constitucionalmente “inviolable y no está sujeta a responsabilidad” o que el señor Temer necesita del acuerdo de dos tercios de los representantes en Diputados (que, por supuesto, no se alcanzaron) para poder ser procesado por las denuncias de corrupción, asociación ilícita y obstrucción de la Justicia que se hicieron en su contra el año pasado. Por el otro, aquellos que representan (para bien y para mal) las esperanzas de una nación y organizan las energías emancipatorias.

La derecha siempre enarbola estandartes abstractos (“el progreso”, “¡el crecimiento!”, “¡la libertad!”, “¡¡la justicia!!”) mientras condena al calabozo o el cadalso las posibilidades concretas de felicidad.

Somos, lo dice un libro que quiero mucho (Llamamiento), como “niños perdidos”, y agrega:  “Debes construir la lengua que habitarás y debes encontrar los antepasados que te hagan más libre. Debes construir la casa donde ya no vivirás solo. Y debes construir la nueva educación sentimental mediante la que amarás de nuevo. Y todo esto lo edificarás sobre la hostilidad general, porque los que se han despertado son la pesadilla de aquellos que todavía duermen”, en un capítulo que se llama “Y la guerra apenas ha comenzado”.

Lula y Puigdemont, entre tantos otros, no son caídos en combate sino los mitos a los que nos aferramos para construirnos en una guerra de la que nunca hubiéramos querido participar pero que nos arrastra inexorablemente.

No es el momento para ponerse tristes, sino para estar furiosos. Puedo soportar casi cualquier cosa, menos que hagan llorar a mi madre.