COLUMNISTAS
PACTO FISCAL

Lo viejo y lo nuevo

El acuerdo Nación-provincias se quedó corto, pero puede ser el inicio de un largo plazo mejor.

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PRÓXIMA ESTACIÓN: CONGRESO, Mauricio Macri. | DIBUJO: PABLO TEMES

El Gobierno logró uno de sus principales éxitos en casi dos años de gestión, aunque la díscola San Luis haya quedado por ahora al margen. En un país caracterizado por la confrontación permanente y la acentuación de las diferencias, la sola idea de pacto o de transacción en el universo político resulta muy innovadora. Si hasta vemos conflictos donde no los hay. Ejemplo: en Facundo, Sarmiento escribió claramente “Civilización y barbarie”, es decir, utilizó una “y”, que en lógica implica suma. Sin embargo, llevamos más de un siglo y medio mirando una disyuntiva, de una “o” lógica, de elegir entre civilización o barbarie, cuando el autor se había enfocado en la integración y no en la bifurcación. En esa dinámica de disputas e imprevisibilidad, algo que debería ser tan común como un acuerdo que surge luego de una negociación, de un toma y daca donde se ceda en pos de un bien mayor, constituye un hecho rarísimo.

Llamarlo histórico suena exagerado: mejor ser prudente en el uso de los adjetivos. ¿Qué vamos a decir cuando Argentina tenga uno de los mejores sistemas educativos del planeta o cuando recuperemos la soberanía sobre Malvinas?

Compromiso. Pero la existencia del pacto no es la única novedad de este evento. Otra cuestión no menor es que el compromiso que suscribieron el Presidente y casi todos los gobernadores ofrece una visión sistémica, un conjunto de leyes pensadas de manera multidimensional: lo laboral está relacionado con lo previsional, que a su vez se vincula con la responsabilidad fiscal, que lleva a un cambio en los impuestos cuya lógica involucra determinados avances (caída gradual de la presión tributaria y eliminación de impuestos distorsivos) para mejorar en términos de competitividad y generar más empleo. Por primera vez en mucho tiempo no estamos ante instrumentos aislados, sino ante herramientas combinadas que, en conjunto, buscarán superar el principal escollo actual: un combo explosivo entre déficit fiscal y un Estado desbordado tanto en términos de tamaño como de presión impositiva que fracasa a diario en brindar los bienes públicos esenciales.

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Asimismo, el viejo conflicto que enfrenta a Buenos Aires con el interior, rémora del siglo XIX, queda por lo menos amortiguado: el territorio gobernado por María Eugenia Vidal sale ganando –o, al menos, deja de perder–, el resto de las provincias admite esta situación y el principal esfuerzo compensatorio lo hace la Nación. Hipótesis: ingrediente clave para que esta receta pudiera funcionar fue la coordinación y el alineamiento político entre el poder central, la Ciudad y la Provincia. Se trata de una constelación política inusual que permitió que el interior, donde el peronismo continúa teniendo peso, cediera frente al momentum poselectoral de Cambiemos. En efecto, Macri necesita una Buenos Aires estable y garante de la gobernabilidad: su suerte, desde la misma elección de 2015, siempre estuvo atada a la de Vidal. Esto contrasta con el recelo que caracterizó en las últimas décadas la relación entre el Presidente y el gobernador de esa provincia, como ocurrió con Menem y Duhalde o con los Kirchner y su víctima preferida, Daniel Scioli.

Por si fuera poco, debemos sumar la inédita relajación del peronismo en materia electoral. Al no tener ningún candidato firme para 2019, tampoco cuenta con incentivos para obstruir: le conviene anotarse en la carrera estratégica debido a que la táctica parece perdida. Al mismo tiempo, el Gobierno debería aprovechar esta vertiente que se abre para apostar a generar oportunidades de desarrollo pensando en una Argentina de mediano y largo plazo, y establecer, en consecuencia, acuerdos más ambiciosos donde no esté en juego el poder político inmediato.

Porque así como este pacto introduce todas las novedades mencionadas y genera un halo de esperanza, también retoma muchas prácticas viejas de la política nacional que deberían guardarse en un arcón de recuerdos. Es que este acuerdo apunta a reparar parcialmente cuestiones estructurales, pero no constituye en sí mismo un plan de desarrollo para pensar en la Argentina de dentro de veinte años. Es decir, una vez más faltó levantar la vista, apuntar más allá de donde llegan los ojos cortoplacistas, pensar en un país más próspero, sustentable y democrático. Estamos para más, necesitamos aprovechar las condiciones políticas actuales y lograr un compromiso mucho más ambicioso.

Sólo política. Si bien hubo convocatoria y vocación de diálogo, todo quedó concentrado en el terreno de la política. Eso no está mal, pero se trata de una condición necesaria aunque no suficiente. Para darle legitimidad a un programa de reformas estructurales se requieren consensos más profundos que involucren también a actores claves de la sociedad civil. Es cierto que en la Argentina se gobierna y se delibera a través de representantes, pero es posible aspirar a una democracia más genuina y participativa, que convoque a los ciudadanos a expresarse a través de las nuevas oportunidades de la era digital. Si podemos opinar sobre la pertinencia de llevar canes a los restaurantes o respecto de los colores de qué club debe ser decorado el Obelisco, tal vez también podríamos votar respecto de la fórmula de actualización de las jubilaciones u otras políticas públicas vitales para impulsar la transformación que necesita la Argentina.

Vivimos en un mundo donde cada minuto cuenta. Estamos en el puesto 92 en el ranking de competitividad que elabora el Foro Económico Mundial. El acuerdo alcanzado entre Nación y provincias sugiere que no estamos dispuestos a salir rápido de la zona de descenso directo.  

Con lo viejo y con lo nuevo, el pacto deja una sensación de que la oportunidad está en marcha. Si sale bien parado de su travesía por el Congreso, y si el espíritu de reforma permanente termina sedimentando en nuestra cultura política, hasta podría convertirse en el primero de un conjunto de acuerdos que tengan un gran impacto en el largo plazo. Esto ocurrió en Australia entre principios de los 80 y comienzos de los 90, y le permitieron más dos décadas continuas de modernización y crecimiento. Tal vez haya sido el primer paso dado por nuestra clase política hacia una Argentina mejor. De común acuerdo.