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Libros abandonados

Qué pocas reseñas de libros se escriben, y en qué soledad espantosa éstos quedan, abandonados a la enésima entrevista donde el autor (esa maldición que la escolástica francesa no fue capaz de conjurar del todo) tratará de insinuar lo que acaso el libro diga mejor y por sí mismo si hubiera alguien dispuesto a escuchar el rumor que de él proviene y a situarlo, eso es la crítica, en el concierto de la música rota que constituye el horizonte acústico de nuestro tiempo.

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Qué pocas reseñas de libros se escriben, y en qué soledad espantosa éstos quedan, abandonados a la enésima entrevista donde el autor (esa maldición que la escolástica francesa no fue capaz de conjurar del todo) tratará de insinuar lo que acaso el libro diga mejor y por sí mismo si hubiera alguien dispuesto a escuchar el rumor que de él proviene y a situarlo, eso es la crítica, en el concierto de la música rota que constituye el horizonte acústico de nuestro tiempo.

Los suplementos literarios prefieren el anticipo (porque no hay que pagarlos) y a lo sumo una entrevista (preferentemente con foto de prensa suministrada por la editorial, para abaratar los costos). Privada de su costado más polémico, la literatura argentina se abandona a sus goces narcisistas y se vuelve cada vez más fantasmática, más ilegible, porque ya ni siquiera se sabe cuáles son las líneas estratégicas que habría que tener en cuenta en relación con este libro o aquel otro.

Edgardo Cozarinsky acaba de presentar En el último trago nos vamos, a propósito del cual fue convocado para decir las mismas cosas dichas en relación con otros libros y, se intuye, alguna que otra mentirilla agitada como carnada para ver si algún pez muerde el anzuelo.

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El libro es notable por más de una razón: incluye ocho relatos, varios de los cuales pueden leerse como novelas condensadas (“deben” habría funcionado mucho mejor en un contexto en el que proliferaran las lecturas polémicas; la mezquindad del medio crítico obliga a una prudencia timorata). Es como si los relatos de En el último trago nos vamos se postularan como posibilidades de ficción (y, por lo tanto, de vida: “vida nueva” es un ritornello que se repite en el libro varias veces) y es por eso que desdeñan la compacidad del cuento en favor de la apertura de la novela corta (cuyos requisitos, sin embargo, tampoco se molestan en cumplir a rajatabla). Posibilidades narrativas o proyectos de historias que podrían escribirse: una literatura potencial llevada hasta sus últimas consecuencias. Eso nos regala inesperadamente, el “estilo tardío” de En el último trago nos vamos.

No importa que algún narrador confiese que prefiere internarse en las novelas del siglo XIX, y que del siglo pasado sólo se le anima a algunas anteriores a 1940 (p. 83), la posición desde la que se narra es de una modernidad para nada subsidiaria de esos realismos rancios y pasados, sino todo lo contrario. Protocolos de una experiencia posible, las novelitas condensadas del último libro de Cozarinsky se abren a concepciones de la ficción que se llevan bien con los momentos más experimentales del siglo XX.

Naturalmente, hay escenas de lectura diseminadas a lo largo del libro que apuntan en esa dirección. En el relato que da nombre al volumen, un personaje ejemplifica el “estilo tardío” a partir de las últimas sonatas de Beethoven, en las que “hubo una renovación enérgica” (p. 126). Por cierto, en esas sonatas, que también llamaron la atención de Thomas Mann, la incompletud es un rasgo esencial: es como si no tuvieran final porque se abren directamente al mundo. También la literatura de Edgardo Cozarinsky encuentra, cada vez, un escollo que supera con la elegancia que le es habitual para seguir proponiendo formas nuevas de relato y de ficción debidamente travestidas (no es casual que esa figura, la del travestismo, balice los caminos que los cuentos atraviesan).

El relato que abre el volumen, “La otra vida”, saludado justamente por Elvio Gandolfo como una obra maestra, es una novelita condensada y es una historia de fantasmas, pero es, sobre todo, algo que Cozarinsky hasta ahora no había hecho: es un ejercicio de realidad alternativa que debe más a la ciencia-ficción que a los autores evocados en los epígrafes que enmarcan el relato e, incluso, debe mucho a la imaginación esquizo-paranoide del siglo XX, pletórica de complots y asociaciones secretas (de Burroughs a Pynchon).

No importa tanto el lugar imaginario que Cozarinsky elige para sí mismo. Los extraordinarios textos que nos regala están allí, y están allí para que se los lea. La crítica cotidiana no debería renunciar a ese privilegio.