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La ciudad como metáfora

En algunos libros de Lihn hay una dimensión ligada a la descripción de las ciudades de gran intensidad, profunda.

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Pena de extrañamiento, de Enrique Lihn, recientemente reeditado por las Ediciones Universidad Diego Portales en su muy buena colección Poesía, fue publicado originalmente en 1986. Conjunto de poemas escritos a partir de mediados de los 70, retoma varios de los temas y estilos que han vuelto a Lihn uno de los poetas cruciales de la literatura chilena y latinoamericana del último medio siglo. Está la predominancia de lo visual –el ver las escenas–, están las digresiones intelectuales, está la connotación política, está la impresión de que varios poemas funcionan como una especie de cuadernos de apuntes, está por supuesto la dimensión autorreferencial. Pero empiezo a pensar que en Lihn, o mejor dicho en algunos libros de Lihn, como Pena de extrañamiento, hay también una dimensión ligada a la descripción de las ciudades de gran intensidad, profunda, y por momentos virtuosa. En la lejana tradición de Baudelaire, la ciudad es fuente de lo efímero, de una cierta extrañeza (incluida ya desde el título), el horizonte de la escritura. Frente a la ciudad, el poema se transforma en notas de viaje, en bocetos de un viajero que alcanza a comprender la experiencia a partir de fragmentos,  de lo inconcluso, de lo irresuelto. Esas constantes digresiones, esa dificultad para el remate del poema, pueden ser pensadas en Lihn precisamente como una apuesta por lo irresuelto, por la irresolución como núcleo del pensamiento y la poesía. Lihn es muy leído en la Argentina. Sin embargo, cierta poesía argentina reciente (mucha de ella llamada “de los 90”) hace del remate final un ejercicio obligatorio –como un diezmo, un impuesto obligatorio a pagar– que más de una vez fuerza al poema, lo lleva hacia una dimensión mecánica. Volver a leer a Lihn en esta clave, se vuelve doblemente interesante.

En Pena de extrañamiento hay una serie de poemas sobre Manhattan que, de un modo notable, permiten pensar la ciudad como experiencia de lo fragmentario, del detalle, de la anécdota ejemplar y de lo inconcluso: “En una barraca, cerca de Nueva York, el martillero liquidó el saldo de su negocio/ –un stock de fotografías antiguas–/ ofreciéndolas a los gritos en medio de la risotada de todos:/ ‘Antepasados instantáneos’, por unos centavos./Esos antepasados eran los míos (…) despojado del terror que fascina, habite/ en cualesquiera de esas medio-ciudades, defectuosas copias de Manhattan/ y, por lo tanto, ruinas –nuestros nidos–/ antes, después y durante su construcción/ algunos de mis puntos de destino/ cuando me vaya y no me vaya de aquí.”

Linh mantiene una relación íntima con su sintaxis, por momento hasta la autoconciencia: “La ciudad (mi metáfora)/ Diestra en desplazamientos, huye de la palabra/ Y uno se ve obligado a la preterición”. Pero ese mismo abandono lleva al poema, al sitio de la vista del poema, a su propia disolución: “El punto ciego del ojo/ mira a una ciudad en la que quiero vivir/ inexistentemente, con sus casas fantasmas.”

En un libro casi diez años anterior –París, situación irregular– escrito en otro contexto, con rasgos de estilo bien diferentes y con una vocación política mayor que en Pena de extrañamiento, sin embargo la ciudad también ocupa ese lugar central, ese doble juego entre lo efímero y lo inconcluso: “Algunos espectadores blancos permanecen aún en la sala; pero en la pantalla todos los/ actores blancos han sido eliminados (un recuerdo de Nueva York)”.