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La Argentina necesita pactar

Más allá de las elecciones y para no ir hacia un nuevo fracaso, se requiere sellar acuerdos generosos y cumplibles. Ejemplos.

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Vox Populi | PABLO TEMES

Es casi un lugar común la referencia a la necesidad de tener políticas de Estado, acuerdos de gobernabilidad, comunes denominadores que permitan evitar los clásicos movimientos pendulares que nos caracterizan como sociedad. Pero por diferentes motivos, seguimos postergando ese debate: nunca es “el momento apropiado”, no hay “con quién pactar”, “todo el mundo pide pero no está dispuesto a ceder nada”. ¿Excusas o realidades objetivas?

El propio oficialismo admite que necesita ampliar su coalición legislativa, aun cuando le vaya bien en las próximas elecciones, tal como ocurrió a comienzos del año pasado, para poder aprobar leyes cruciales, en especial las relacionadas con las reforma tributaria, los cambios en el sistema previsional y la ley de responsabilidad fiscal. Ese acuerdo sería aún más importante si Cambiemos perdiera las elecciones: podría haber pánico en los mercados ante la amenaza del retorno del populismo autoritario. Incluso el próximo domingo, Macri puede verse obligado a llamar a gobernadores peronistas moderados y establecer lineamientos para que el lunes 14 no haya sobrerreacciones que afecten el inestable equilibrio actual. Sobre todo, teniendo en cuenta que, al día siguiente, el Banco Central tiene que renovar una parva de Lebacs: sólo un claro gesto de unidad política podría evitar una estampida. Sin embargo, no es claro qué se debe pactar ni quiénes deben estar involucrados. Para no ir hacia un nuevo fracaso, es imprescindible que comprendamos qué es un pacto, sus alcances y beneficios.

Pacto: ¿mala palabra? Desde el Pacto Roca-Runciman hasta el Pacto de Olivos, pasando por el memorándum de entendimiento con Irán, el término “pacto” es, para los argentinos, sinónimo de contubernio, una suerte de mala palabra.

Esta peculiar concepción contradice la moderna teoría democrática y hasta la aplicación de modelos matemáticos a los estudios estratégicos. En particular, desde comienzos de la década del 60, proliferaron una enorme cantidad de investigaciones que demostraron que acuerdos entre elites para solucionar conflictos políticos, económicos, sociales y culturales pueden ser exitosos, sustentables en el tiempo y hasta capaces de modificar conductas confrontativas.

La clave de estos acuerdos es el horizonte temporal de los actores involucrados. Pactar significa ceder algo de forma inmediata para obtener un beneficio mucho mayor a mediano y largo plazo. La gran duda consiste en si las reglas del juego que son la base de cualquier acuerdo habrán de mantenerse. Por lo general, los argentinos priorizamos, tanto individual como colectivamente, el aquí y el ahora, al margen del impacto futuro de esos comportamientos tan cortoplacistas.

En los últimos setenta años, la historia de Occidente ofrece una gran variedad de casos exitosos de pactos como para que podamos analizar, comparar y tratar de superar este trauma nacional. El más famoso, pero de ningún modo el único, es el de la Moncloa, reivindicado hace poco por el Senado argentino (Pinedo, Pichetto y Sanz). Incluso en nuestra región, advertimos pactos exitosos en países como México (Pacto por la Estabilidad y el Crecimiento de 1988 y el llamado Pacto por México en 2012), o Uruguay (el Pacto del Club Naval de 1984, que facilitó la transición a la democracia. La tradición pactista permitió las tempranas democracias de Costa Rica, Colombia y curiosamente Venezuela, cuando el resto del continente caía en una larga y violenta pesadilla autoritaria.

 La política implica siempre arbitrar intereses contrapuestos. Esto se expresa más y mejor en los sistemas democráticos, mientras que en las dictaduras las disidencias suelen reprimirse al imperar los criterios y premisas de una clase, facción o actor predominante. La primera lección aprendida es que cuanto más puntual y acotado es el alcance de un pacto, menos roces y debates habrá alrededor de las diferencias. Además, debe implicar ganancias efectivas y mensurables para todos (o al menos un número amplio de) los ciudadanos y prever compensaciones materiales y simbólicas para los que estén dispuestos a ceder en las instancias iniciales de potencial pérdida. Entre el estado actual de las cosas y el ideal, habrá riesgos y beneficios para las partes. Aquellas que pagan los costos deben sentir que pierden lo menos posible y, efectivamente, debe ser así en la práctica, en particular si se trata de un sector relevante, con capacidad para vetar u obstaculizar la concreción del acuerdo. Otro elemento esencial es la flexibilidad, en particular si el objetivo es que el pacto sea sustentable en el tiempo. Si una de las partes niega la legitimidad de las diferencias o es renuente a ceder un milímetro, incapaz de comprender que la ganancia futura es mucho mayor que eso que “entrega”, los riesgos de fracaso serán inminentes. Por eso, es crucial seleccionar temas en torno a los cuales participen actores que estén predispuestos a negociar.
 
Construir confianza. Un desafío que nuestro país tiene por delante en este terreno es el de la construcción de confianza, de affectio societatis, de sentido de pertenencia al sistema político y de respeto por el otro. El acuerdo puede ser una maravilla técnica y estar escrito de la mejor manera posible, pero si no existe una vocación explícita de cumplirlo por parte de los involucrados, no sirve para nada. Este es otro de nuestros grandes conflictos: estamos acostumbrados a que, tras la firma del acuerdo, la misma persona que lo rubricó comience a violarlo. Eso ocurrió, por ejemplo, con Menem y sus intentos de re-reelección.

 La barrera más importante a romper, no obstante, es la de entender que uno pacta con lo que hay, no con lo que quiere. Algunos miembros del oficialismo se desvelan ante la necesidad de pactar con referentes opositores a los que desprecian. Y viceversa. El acuerdo se hace con el diferente, con “el otro”, a quien hay que reconocerle legitimidad y representatividad. Ese sí es un obstáculo muy serio, pues en la Argentina tanto los partidos como las corporaciones, y en general la sociedad, están fragmentados. Esto dificulta no sólo la negociación, sino la capacidad de hacer cumplir el contenido de lo acordado por parte de los miembros de un determinado grupo.

 Seguramente, aparecerán los idealistas de los pactos como los de Mandela o Kennedy. Pero estuvieron exentos de conflictos. El Mandela conciliador que terminó con el apartheid fue muy diferente del Mandela revolucionario. Y antes de lograr la reforma por los derechos civiles, Kennedy y Martin Luther King mantuvieron una relación de mucha desconfianza. De hecho, la desconfianza fue el motor para que Estados Unidos tuviesen una Constitución tan equilibrada: los “padres fundadores” definieron tan claramente la división de poderes por la sencilla razón de que se odiaban entre sí. Por eso, aun cuando el origen sea ríspido, si existe apertura y voluntad de reconocer la legitimidad y los intereses del otro (en lugar de querer destruir al adversario), el resultado puede ser muy positivo.

La política argentina debe hacer el esfuerzo por comprender que es necesario ceder para lograr por fin salir de la decadencia secular en la que estamos metidos y acordar reglas que nos permitan funcionar mejor. Se trata, nada menos, de buscar construir consenso, no de imponer la voluntad de unos pocos. ¿Seremos capaces de hacerlo?