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Jueces: con privilegios no hay república

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Cedoc Perfil | Cedoc Perfil
La decisión de la Corte Suprema de Justicia de la Nación de otorgarle validez constitucional a la norma incorporada a la Constitución en 1994 por la cual los jueces tienen como máximo de edad para ejercer su función los 75 años no sólo resulta razonable, sino que devuelve equidad a las garantías de las que gozan algunos titulares de los órganos del Estado para el debido ejercicio de su función.

En una república democrática como los constituyentes de 1853/60 y de 1994 quisieron que fuera la Argentina, no existen privilegios. Mucho menos derivados del ejercicio de una función del Estado. La Constitución establece determinadas garantías e inmunidades no en beneficio de los titulares de los órganos de gobierno, sino en preservación de las funciones que ejercen y para evitar que la acción de otros órganos o de terceros sean un obstáculo para que se cumplan las misiones que se otorgan a cada órgano de gobierno.
La inamovilidad de los jueces establecida en la Constitución para evitar que los cambios de signo político afecten a los órganos de Justicia y permitan que la interpretación de la ley no esté sujeta al cambio de mayorías no se ve afectada por imponer un límite de edad que resulta mucho más que razonable y es más amplio que el que se aplica a funcionarios y trabajadores que cumplen tareas relevantes para la Nación.

La interpretación que efectuó la Corte hace más de veinte años en el caso Fayt y que hoy reitera el voto del Dr. Carlos Rosenkrantz no sólo resulta a mi juicio fallida respecto de las facultades que el Congreso otorgó a la Convención Constituyente de 1994, sino que establece por un riguroso formalismo un privilegio incompatible con los principios de igualdad ante la ley y equidad de trato que sostienen todo nuestro sistema de protección de derechos humanos y de organización de los poderes del Estado.

En 1994, el Congreso, al dictar la ley de necesidad de la reforma constitucional, paso inicial del complejo proceso reformador descripto en el art. 30 de la Constitución Nacional, claramente habilitó como tema a tratar y modificar por la Convención reformadora, las modalidades de organización y designación del Poder Judicial de la Nación. Si bien no había una norma expresa que aludiera a la edad jubilatoria de los jueces, esta potestad surgía claramente del resto de las normas referidas a esta materia.

Si la Convención pudo introducir el Consejo de la Magistratura para la designación de jueces o un nuevo modo de destitución, la posibilidad de poner un límite de edad mucho más elevado que el que se aplica al resto de trabajadores estatales y privados era una consecuencia lógica de estas potestades.

Más allá de los argumentos formales que se esgrimieron en el caso Fayt y en el voto en minoría del mencionado integrante del Tribunal, la edad jubilatoria de los jueces en 75 años es razonable y permite una sana renovación de los órganos judiciales. Más aún cuando la persona que arriba a esa edad aún tiene la posibilidad de continuar en funciones si vuelve a ser designado por el Presidente con acuerdo del Senado.

La modificación de lo decidido en el caso Fayt es una buena aplicación de la potestad de modificar lo resuelto en fallos anteriores por la Corte Suprema de Justicia. Y como he expresado en un ensayo reciente, una de las notas salientes de la Corte argentina ha sido sus virajes en temas esenciales en períodos relativamente cortos de tiempo. No lo expreso allí como una característica favorable de nuestro máximo tribunal, cuando estos cambios afectan el ejercicio de derechos humanos esenciales del ciudadano, pero en este caso la Corte convierte el vicio en virtud y hace cesar una interpretación constitucional que no favorece el buen funcionamiento del órgano judicial, que tiene como función fundamental controlar el orden constitucional y los derechos de ciudadanos y habitantes.

El caso mencionado restringido a la persona de un juez que integró durante treinta y tres años el máximo tribunal, muy discutible en su momento y que no favoreció el prestigio de un excelente magistrado, extendido en el tiempo resultaba un beneficio inaceptable para quienes gozan de tratos especiales de la ley –discutibles exenciones impositivas, entre otras– y podía convertir un órgano que necesita dinamismo en sus criterios en una gerontocracia ajena a la república que nuestros constituyentes diseñaron y que los sucesivos procesos políticos no supieron aún alcanzar.

Esperemos que todos los jueces que se encuentran en esta situación acaten la doctrina de la Corte y muy especialmente la Dra. Elena Highton de Nolasco, que interpuso un amparo, cuya decisión no fue –sorprendentemente– apelada por el Poder Ejecutivo Nacional.

*Autor del libro La Corte Suprema de Justicia, luces y sombras.